La represión al narcotráfico semeja una fabulosa industria fallida, sobre todo en América. Los consumidores se cuentan por decenas de millones. Su adicción es más poderosa que los riesgos que corren para conseguir sus drogas. Los traficantes que los proveen se han apoderado de una parte importante de las instituciones y de sus líderes. Controlan policías, jueces y políticos mediante una combinación de terror y sobornos.

Ya he citado otras veces Mi último suspiro, las estupendas memorias del cineasta español Luis Buñuel:

“Viví cinco meses en los Estados Unidos en 1930, durante la época de la Ley Seca y, que yo recuerde, nunca había bebido tanto. (…) Se encontraba whisky en las farmacias, con receta, y en determinados restaurantes se servía vino en tazas de café. En Nueva York yo conocía un buen speak-easy (‘hablen bajo’). Llamabas a la puerta de un modo especial, se abría una mirilla, entrabas rápidamente y, dentro, encontrabas un bar como cualquier otro, en el que había de todo. La Ley Seca fue realmente una de las ideas más absurdas del siglo. Bien es verdad que, en aquella época, los norteamericanos se emborrachaban como unas cubas. Después, creo yo, aprendieron a beber”.

En México, América Central, Colombia, Brasil, Perú y muchas otras áreas significativas los narcos se mueven como gendarmes y benefactores, con sus propios ejércitos de logística y venta, seguridad, sicarios y putas. La pródiga demanda de Estados Unidos y Europa financia todo eso. Solo el fentanilo, un opioide sintético, mata por año más estadounidenses que los diez años de combates en Vietnam.

Los cárteles compiten con los aparatos estatales de seguridad, además de rivalizar entre sí. Son un Estado paralelo, más pequeño y más ágil y expeditivo.

Los narcotraficantes también han empañado al comparativamente pacífico e integrado Uruguay, que les sirve como mercado, pero más como lugar de tránsito, inversión y reposo.

La cultura del delito, que incluye paradigmas y prácticas, ha impregnado barrios de Montevideo y de ciudades del interior, que semejan guetos decadentes.

Los incentivos de los traficantes son el dinero, el prestigio en su entorno y su miedo —y el no saber hacer otra cosa: para familias enteras el tráfico es la única ciencia cierta.

Los consumidores pertenecen a todas las clases sociales, aunque consuman sustancias diferentes; quienes matan y mueren a tiros, o agonizan como adictos en las calles, son básicamente los más pobres. La pobreza extrema en este país alcanza al menos al 15% de la población, sin importar lo que digan las estadísticas que sólo miden el ingreso.

La gran mayoría de los jóvenes de barrios humildes ni siquiera termina el liceo, por lo que sus opciones laborales son harto reducidas. La reproducción de la pobreza y de la mano de obra barata, incluso para el delito, está asegurada.

Los supervivientes de los tiroteos no delatan, porque le temen más al narco que al Estado. Es el principio del fin.

No se puede pedir a la Policía que arregle los fracasos sociales y la violencia intrafamiliar que conducen a la desesperanza, las adicciones y al crimen.

¿Cómo enfrentar este derrumbe?

Es preciso reducir la muy extendida tolerancia ante el incumplimiento de normas y leyes, sobre todo en el área de Montevideo, que suele ser el preámbulo de delitos más graves. Las autoridades de todo tipo, desde gobernantes a docentes, temen aplicar las reglas.

Es necesario gastar mucho más dinero en cárceles y rehabilitación, aunque los resultados sean ínfimos. Casi todas las cárceles de América Latina, depósitos de muertos en vida, están en manos de delincuentes y son lugares de escuela y reclutamiento.

Es preciso legalizar buena parte de las drogas, en acuerdos regionales, desde la producción hasta la venta y el consumo. ¿Qué drogas? Es un punto difícil y debatible, pues ni siquiera la marihuana es inocua.

Hay cada vez más programas de despenalización de drogas “duras”, como la cocaína, heroína, fentanilo o morfina, desde la provincia canadiense de Columbia Británica hasta Portugal, pasando por Berna, Suiza. Habrá que ver sus resultados con lupa.

El Estado debe concentrarse en lo más básico, y esta vez tratar de hacerlo bien: la fiscalización, el cobro de impuestos, la educación preventiva, la salud de última instancia, la represión.

Se debe seguir mucho mejor la ruta del dinero. Hay un enorme mundo financiero gris que sostiene y retroalimenta al sistema financiero legal, y apalanca grandes líneas de negocios en todo el mundo.

Y es preciso actuar sobre los consumidores, que se inician muy jóvenes. Demasiadas personas en este país y en el mundo no pueden trabajar, descansar o divertirse sin consumir drogas estimulantes o depresoras.

No son inocentes. Los consumidores son los que sostienen todo el negocio y principales responsables del miasma que avanza incontenible sobre la sociedad.