En 1986 muchos españoles suspiraban: “Cuando seamos europeos…”. Por entonces el gobierno de Felipe González, un socialista que renegó del marxismo, los estaba metiendo de cabeza en la OTAN, la Comunidad Europea y la modernidad, después del aislamiento relativo del franquismo.
A partir de 1999 muchos americanos del sur acunaron el sueño de una profunda integración con Europa, la cuna de buena parte de sus ancestros, con sus promesas de abundancia y estabilidad.
El Mercosur, una asociación de cuatro o cinco países de 270 millones de personas, practicaría el libre comercio con la Unión Europea (UE), un bloque de 27 estados y 450 millones de personas, con el consiguiente aumento de productividad, riqueza y justicia social.
Pero fue un espejismo, una de las tantas ilusiones que han embotado los sentidos de los latinoamericanos.
Ocurre que el Mercosur es un cuento chino. Avanzó rápido en la década de 1990, una era de optimismo. Pero luego, tras las graves crisis que los socios padecieron en cadena entre 1999 y 2002, regresaron las tendencias proteccionistas, que en América Latina siempre han sido más fuertes que el palabrerío integracionista.
En tanto haya aduaneros revisando bolsos en la frontera no existirá una real integración económica, y menos aún órganos de decisión supranacionales, al modo de Bruselas.
Mientras el Mercosur naufragaba, Chile —mucho más abierto al mundo— puso en práctica un profundo tratado de libre comercio con la Unión Europea. Entonces inunda ese continente con cobre, como siempre, pero también con vinos, celulosa, frutas o salmón. A cambio recibe vehículos, maquinaria o medicamentos.
La UE es ciertamente un bloque económico muy integrado y coordinado. La mayoría de los países comparten un banco central y una moneda común que acabó con antiguos símbolos nacionales como el marco, el franco, la peseta o la lira.
Pero, hacia afuera de sus fronteras, la Unión es proteccionista.
Brasil, Argentina, Paraguay y Uruguay, los cuatro socios del Mercosur, pretenden la mayor libertad posible para el ingreso de sus productos agroindustriales a Europa —carnes, celulosa, soja, cereales, azúcar, biocombustibles— pero encuentran una valla insalvable: la Política Agrícola Común (PAC) de la UE.
Europa gasta mucho dinero para mantener población en el campo y autoabastecerse de alimentos. La PAC, que se lleva el 31% del presupuesto de la Unión, implica amplios subsidios para una gran variedad de productos agrícolas.
“Europa no está preparada para aplicar al 100% las reglas de división internacional del trabajo y del juego de las ventajas comparativas en términos agrícolas”, advirtió un comisario europeo al inicio de las negociaciones con el Mercosur.
El resultado fue que, en el acuerdo cerrado en 2019, las cuotas de ingreso de carnes y otros bienes agrícolas del Mercosur fueron ridículamente pequeñas. De paso, la UE vengó la pobre oferta de apertura a la competencia europea que hicieron Brasil y Argentina en sectores industriales y de servicios, como automóviles, finanzas, compras públicas o telecomunicaciones.
Otras exigencias europeas, como el respeto por las denominaciones de origen y las patentes, desde medicamentos a software, pueden estar muy por encima del grado de madurez de los países sudamericanos.
Las crecientes ventas del Mercosur a China en lo que va del siglo XXI han hecho perder apuro a Brasilia y Buenos Aires, los auténticos decisores de este negocio. China, una gran potencia industrial y comercial, es ahora el principal comprador y proveedor de todo el Mercosur.
Los cambios políticos radicales, como el “Brexit” o el supersónico pasaje de Argentina desde el corporativismo peronista al ultraliberalismo de Milei, complican aún más las cosas.
La parálisis llevó al gobierno de Luis Lacalle Pou a proponer una apertura unilateral al mundo, empezando por China, bajo la mirada condescendiente de los socios mayores.
En los últimos meses los agricultores europeos, sobre todo en Francia y España, metieron sus tractores en las ciudades para protestar por la subida de costos. También reclaman un cierre de las importaciones presentes y futuras desde Marruecos, Chile, Mercosur o Nueva Zelanda.
En enero, después de 25 años de tratativas inútiles, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, dio por muerto y enterrado el acuerdo UE-Mercosur.
La gran paradoja histórica es que la Unión Europea y el Mercosur tienen, en teoría, economías complementarias. Unos producen bienes industriales y de consumo sofisticados, en tanto los otros son grandes potencias exportadoras de alimentos y materias primas (petróleo, mineral de hierro, celulosa).
Pero los miedos renacidos de Europa, a las guerras y a las oleadas de inmigrantes desesperados, estimulan el gasto militar y la estrategia de autoabastecimiento de alimentos y combustibles, aunque el precio sea muy alto.
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