Que el lenguaje sufre cambios constantes no es ninguna novedad. No es necesario ir muy atrás para corroborarlo; incluso, a lo largo de nuestra generación, resulta evidente.
Que las palabras también cambian tampoco es una sorpresa. En algún lugar describí, por ejemplo, las transformaciones que sufrió la palabra “liberal” desde los tiempos de Cervantes hasta nuestros días. Cuando don Quijote define a Dulcinea como “liberal en estremo”(*), la expresión tenía un solo significado: generosa.
Por otra parte, el concepto liberal estaba asociado, desde la Edad Media, a lo que en la antigüedad se denominó “trivio”, a saber: las tres artes liberales —gramática, retórica y dialéctica—, materias a las que solo podían acceder los hombres libres, en franca oposición a los oficios “serviles y mecánicos” asignados a los esclavos y a los siervos.
Dos siglos más tarde de la edición de el Quijote, cuando los promotores de la Constitución de Cádiz se movilizaron al grito de "¡Viva la Pepa!” al aprobarse la primera Carta Magna española (19 de marzo de 1812), fueron llamados “liberales” por los “absolutistas” con un énfasis despectivo, porque consideraban a sus oponentes “generosos con los bienes ajenos” y, sobre todo, con los “derechos inalienables de la nobleza”. Sin embargo, en el resto de Europa, a los partidarios de la Constitución de Cádiz los llamaron “españoles partidarios de la libertad”. De allí en más, el término se mudaría para el campo de la política y de la economía, y se montaría, más tarde, sobre infinitas variables modernas. Su verdadero origen, como los tercios españoles, quedó anclado en el Siglo de Oro español.
Existen otros conceptos que, por moda o por sonar bonito, se usan fuera de su específico significado y tan campantes se instalan en el habla de periodistas y reporteados, en las páginas de informes oficiales y en los titulares de la prensa como, por ejemplo, el término “ecosistema”.
Una empresa cambia la forma de administrar su mercadería pasando de gestión humana a robotizada y hablan de nuevo “ecosistema”. En la página de Appleinsider comentan el peso que ha tenido la inteligencia artificial en su modo de operar “de cara a su propio ecosistema de productos y de servicios”, escriben, y no se les ocurre que eso nada tiene que ver con la verdadera composición de un sistema ecológico. Y si bien es cierto que el término ha evolucionado desde que lo acuñó el botánico Arthur G. Tansley, en 1930, lo correcto sería abandonar la raíz “eco” y usar solo “sistema”, sin adornos ni tapujos.
El fenómeno quizás se explique porque hace décadas que lo ecológico supone lo correcto; el equilibrio deseado entre la actividad del hombre y su entorno es un objetivo no solo loable sino necesario, pero de allí al uso indiscriminado del concepto hay un abismo.
Puedo aceptar a regañadientes que un anuncio publicitario sostenga que un jabón para la lavar la ropa contenga “enzimas inteligentes”, por más que sepa a ciencia cierta que no existen. Puedo aceptar, incluso, que se ponga de moda la palabra “actores” para referirse a miembros de un gremio, de un partido político o de una comisión barrial, aunque el término está mal usado.
Pero “ecosistema”, por más abarcativo que se quiera, no puede escapar de las relaciones entre seres vivos y materia inerte en un medio concreto, sea montaña, selva, mar, ríos, desiertos y llanuras.
(*) Don Quijote de la Mancha, primera parte, capítulo XXXI.