—Doctor: mi hijo habla como en los dibujitos animados.
—Señora: apague el televisor y esconda el celular.
La anécdota, síntesis de la clásica respuesta de un médico otorrinolaringólogo, pone de manifiesto un nuevo tipo de crisis en niños y adolescentes contemporáneos: adicción, ansiedad, incapacidad de interactuar y concentrarse fuera de la pantalla.
El miércoles 14 la ciudad de Nueva York, representada por su alcalde, inició en California una demanda contra cinco de las mayores redes sociales: TikTok, Instagram, Facebook, Snapchat y YouTube, de Google.
Las autoridades de Nueva York sostienen que, en busca de mayor lucro, estas plataformas electrónicas estimulan las adicciones, como si fuese alcohol u otras drogas, provocan serios problemas de concentración y aprendizaje, y afectan la salud pública.
Un informe del Departamento de Salud Mental de Nueva York revela que el 77% de los estudiantes de secundaria pasan tres horas o más al día frente a pantallas en su tiempo libre.
Habrá que ver el desarrollo y el resultado de esta demanda, de gran valor simbólico, que pone al tigre encima de la mesa: las libertades personales y la regulación de Internet, los métodos empresariales legítimos y los abusos.
En tanto la Comisión Europea abrió una investigación formal contra la red social TikTok, de origen chino, para comprobar si está haciendo lo suficiente para moderarse y proteger a los niños de las adicciones.
Las redes sociales y los buscadores electrónicos son el gran ágora contemporánea, excluyente, masiva y profunda. Nunca en la historia los humanos estuvieron tan conectados ni accedieron con tanta facilidad a tantos bienes intelectuales y materiales. Pero, al mismo tiempo, padecen su contracara: un mundo on line de adicción, ignorancia, falsedades, superstición, frivolidad, sordidez, déficit atencional y depresión.
Los padres suelen conectar a sus hijos pequeños a la televisión, tabletas o teléfonos para que no estorben. Así se gesta una generación en la que abundan los trogloditas hiperconectados, hedonistas socialmente disfuncionales, salvo en redes, con una cultura general que cabe en una cápsula y un vocabulario ínfimo. Muchos jóvenes no logran sistematizar la superabundancia de datos y menos aún darles contexto, por lo que al fin se limitan a copiar, incluso los errores.
Un mono amaestrado podría hacer más o menos las mismas cosas.
Mientras tanto, los gurúes digitales crían a sus hijos sin pantallas, según tituló hace unos años El País de España un informe sobre la crianza en la bahía de San Francisco de los niños de los directivos de Apple, Google y otros gigantes tecnológicos. “En Silicon Valley, el epicentro de la economía digital, proliferan los colegios sin tabletas ni ordenadores y las niñeras con el móvil prohibido”.
Los ejecutivos de las compañías tecnológicas saben que venden drogas duras distribuidas por algoritmos, que identifican debilidades y preferencias de las personas.
Los estímulos visuales de los videojuegos y los “me gusta” obtenidos en redes sociales hacen que el sistema nervioso central libere dopamina, una hormona del placer o “molécula de la felicidad”, que crea adicción como las sustancias psicoactivas.
En los últimos meses la prensa española ha informado sobre la proliferación de grupos Whatsapp de padres de alumnos de colegios con un tema excluyente: retrasar lo más posible la entrega de teléfonos a los niños y adolescentes, salvo para asuntos estrictos, como un viaje o una salida.
El 70% de los niños españoles ya tiene teléfono celular a los 12 años.
El problema no son las nuevas tecnologías sino la dependencia obsesiva. El problema no es tanto el teléfono sino el acceso libre a Internet, una ventana a lo mejor y peor del mundo, incluidas la explotación de la vanidad, la violencia, la pedofilia y toda clase de acosos.
Ya no podemos sobrevivir sin nuestro teléfono. ¿Cómo nos movemos sin Waze o Google Maps? ¿Cómo informarnos sin Google? ¿Cómo comprar sin Mercado Libre o Amazon? ¿Cómo vivir sin Spotify, la planilla Excel o Whatsapp? Estamos perdiendo habilidades básicas, desde la orientación a la memoria práctica.
Una cosa es la herramienta: de uso puntual y selectivo; y muy otra la búsqueda adictiva, insaciable, de vida donde no la hay.
“Llevo 10 años luchando en primera línea contra el suicidio adolescente y he visto que el abuso de las pantallas hace que los jóvenes pierdan habilidades para afrontar la vida, ahonda su sensación de malestar y deteriora su salud mental”, escribió en octubre en El País de España un psicólogo especializado en el tema, quien propone prohibir los móviles hasta los 16 años.
Todavía los padres deben resolver por sus hijos, aunque pese, para bien o para mal. Hay filtros para YouTube o cualquier otra plataforma potencialmente devastadora. Se pueden establecer horarios restringidos para la televisión, tablets y teléfonos, después de cumplir otras actividades prioritarias.
También se puede tirar el televisor a la basura. Los niños ocuparán su tiempo en otras actividades, como juegos, lectura y deportes. (Mi esposa cree que hay “un justo medio” en este asunto; yo no). Claro que entonces habrá que hacerse cargo de los niños sin chupete electrónico; y habrá que trabajar duro para que acepten ser un poco diferentes, algo “raros”, con un pie fuera de la majada.
En casa y en la escuela es preciso defender valores (bondad, generosidad, tenacidad, autodisciplina), la lógica matemática, la lectura, la escritura, la solvencia en el manejo del idioma, la conexión emocional con otros seres humanos, antes que a las tecnologías como un fin en sí mismas.
Muchos de estos valores están perdiendo la batalla ante las chucherías y la cultura del placer y de la utilidad inmediatas.
Hay que defender la cultura general y el criterio independiente porque las tecnologías se defienden solas.