Pertenezco a la generación que nació cuando nuestros adultos saboreaban las mieles del Maracanazo. Fui el niño ingenuo que al oír a su maestra anunciar que los rusos habían tirado el primer satélite al espacio, al salir al recreo miré al cielo infructuosamente.
Cuando las inundaciones del ’59 la pobreza me dio un golpe en la conciencia al ver el rostro de los leprosos sin techo deambular por las calles, como perdidos y dolientes. Luego, el campamento de la primera marcha cañera me demostró que la mentada Suiza de América era un cuento inventado por un gringo y repetido por todos los que querían auto engañarse.
Pertenezco a aquellos adolescentes que oyeron incrédulos y excitados “Twis y gritos” y el asesinato de Kennedy, primero, y la muerte del Che, más tarde, nos impactó profundamente.
La guerra fría se había colado por todos los resquicios de la vida y el muro de Berlín era tema de discusión acalorada entre mis mayores. La guerra en Vietnam se reflejaba cada día en los pizarrones instalados en el frente del diario “El Telégrafo”. A pura tiza blanca se transcribían los cables de las agencias internacionales de noticias y uno podía leer acerca de los “éxitos” de las tropas norteamericanas y los numerosos muertos del Viet-con (bien dicen que la verdad es la primera víctima de una guerra).
Comencé el bachillerato y a los pocos meses irrumpió la guerra de los seis días. En octubre moría el Che Guevara en Bolivia y en Argentina se turnaban los dictadores. Veía en los remates ganaderos a João Goulart y trataba de comprender el diálogo que tenía con mi padrino. Cuando quise saber quién era ese personaje que andaba en avioneta y con custodia, quedé perplejo con la respuesta: “Es el presidente de Brasil derrocado por los milicos”.
Pertenezco a la generación que sufrió con el asesinato de Líber Arce, de Susana Pintos y de Hugo de los Santos y, al mismo tiempo, no daba crédito a la noticia de que los Beatles se habían separado.
Soy de los universitarios que se comprometió con la militancia y el cogobierno y admiró las revueltas estudiantiles del mayo francés. “Prohibido prohibir” era un eslogan tentador y “La imaginación al poder” chocaba con la pobreza que veía cada vez que recorría los barrios obreros y periféricos cuando realizaba encuestas para la empresa Gallup.
Y esa misma pobreza fue, es y será mi principal preocupación. Por ella asumí compromisos políticos que nos llevaron a una derrota estrepitosa y al fracaso de una concepción guerrillera. Sin embargo, la soledad y el aislamiento en aquella cárcel militar dura y represiva me enseñaron que “la libertad —dijera don Quijote— es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida (…)”.
Ahora bien, aun en libertad y en democracia arrastramos una pobreza vergonzante para un país que produce el equivalente en alimentos (o kilocalorías) para 28 millones de personas por habitante y por día: tres veces más de lo que producíamos cuando salía al mercado el primer iPhone (junio 2007). Y más vergonzante es que núcleo duro de esa pobreza recaiga sobre los niños.
Si a ciencia cierta sabemos que las carencias de proteínas y minerales esenciales en los primeros 48 meses de vida son el motivo de insuficiencias insuperables para el resto de la vida, ¿qué estamos esperando?
¿Es tan complejo ponerse de acuerdo para superar esta afrenta social y política que nos acusa cada jornada?
Sé de mucha gente que está trabajando denodadamente en este tema y la admiro. Sé que los escollos son enormes. Pero vale la pena insistir, por ellos y, sobre todo, porque habrá libertades retaceadas mientras exista la indigencia, la pobreza y esta incapacidad de ponernos de acuerdo en lo que verdaderamente importa.
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