Cual si fuera una devolución tan filosa como previsible, algunos hábitos de la vida carcelaria uruguaya se trasladan a la dinámica de nuestras ciudades y pueblos, para que los padezcamos todos y así, por fin, acabemos de entender en qué consiste tanto el estar preso como el dejar de estarlo. Cantemos pues con amargura y con Drexler: “Cada uno da lo que recibe/ y luego recibe lo que da”.
Voy a escribir únicamente sobre Montevideo, porque es la ciudad en la que vivo y porque es el lugar en donde pude comprobar cada uno de los elementos que refiero en este artículo, aunque está documentado que lo mismo ocurre en otras ciudades, aun en pequeñas localidades del interior.
Hay costumbres, códigos, léxicos y reflejos de supervivencia que salen de la celda junto con el recién liberado y con él se van al único destino posible para muchos: la calle. Un rincón a resguardo de los vientos, un banco de plaza. Eso, unos cartones y el rebusque en los contenedores de basura. Así empieza el exrecluso su vida de rehabilitado, que en realidad es otro infierno, uno más, el segundo, el tercero o el cuarto que le toca padecer, gobiernen las izquierdas o las derechas.
Una de las prácticas que tienen algunos liberados, y que se ha extendido de forma notoria en los últimos tiempos, es la de fabricarse armas, cortes de los llamados “carcelarios”, y ocultarlos en lugares próximos a aquellos sitios donde suelen pasar el rato, pernoctar o vivir. No tienen cómo conseguirse una pistola o un revólver, de modo que para defenderse hacen lo que saben hacer. Entre las gramíneas que bordean algún sendero, oculto tras un muro, contra un contenedor, donde sea, uno puede hallar desde un machete herrumbrado hasta uno de esos rejones fabricados con un palo y un objeto afilado en la punta.
En los últimos meses he presenciado algunas incautaciones de este tipo en el Centro, en El Prado y en la rambla. En rigor, la Policía lo único que hace es llevarse el “armamento” en cuestión, pues como es lógico no hay nadie allí para reclamarlo. Hace menos de dos meses, un hombre murió de un lanzazo en pleno centro, durante una pelea en la esquina de las calles Canelones y Wilson Ferreira Aldunate. Ocurrió en la tarde del viernes 11 de octubre de 2024. La lanza, que era un palo de escoba con la hoja de un cuchillo en la punta, le atravesó el esternón.
Tres semanas después, cuatro jóvenes cuidacoches se enfrentaron, al parecer por cuestiones territoriales, con fierros, cascotes y facones en avenida Brasil y Brito del Pino, en Pocitos. Fue al mediodía. La escaramuza duró cuarenta y siete segundos, fue filmada con celulares, se escenificó ante decenas de testigos y desde el principio quedó claro que era a matar o morir. Sin embargo, mediante algún código desconocido para los espectadores, de pronto los combatientes dieron por terminada la refriega y se dispersaron.
Los ejemplos son numerosos. Muchos heridos de arma blanca que llegan a la urgencia de los hospitales han sido tajeados mediante esos cortes, cuyas técnicas de fabricación y efectividad ya fueron probadas por sus portadores en prisión. Un operador penitenciario de larga experiencia me dijo que el conocimiento se transmite entre los presos casi como una tradición. Hay de varios tipos: cortes finos, sin mango y muy pequeños; cortes más largos, tipo machete o lanza, que se esconden en la propia celda para ocasiones especiales; los hay con la empuñadura forrada para no lastimarse al manipularlos; hay algunos ornados con trapos de colores, cintas y cuerdas.
Hace unos meses, durante una requisa en la cárcel de Las Rosas, en Maldonado (donde conviven poco más de mil reclusos), se incautaron unos 300 cortes, lo que da un promedio de casi un corte por cada tres presos. Es la misma proporción de armas de fuego que hay entre la población civil en todo el Uruguay. En eso somos una república pareja, con pólvora o sin ella.
El preso que sale en libertad y que no tiene nada, ni familia ni casa ni cobijo ni ropa ni comida, se encuentra con un mundo que le resulta más violento que el pequeño universo de la prisión. En la cárcel estaba entre pares, había pautas, rutinas, amigos y enemigos, territorios bien delimitados, un lenguaje comprensible, unas tribus fácilmente identificables. Había, al fin y al cabo, un sentido de pertenencia.
La ciudad, en cambio, suele ser una selva hostil en la que casi no hay orientación ni ayuda ni esperanza. Solo nosotros, las fieras. Más allá de algunas organizaciones o personas que colaboran con unos pocos recién liberados, un hombre o una mujer que sale de la cárcel lo que encuentra es marginación y desprecio, cuando no patadas y cachiporrazos, o balas. Este panorama es imperioso empezar a cambiarlo de inmediato para el bien de todos, aunque más no sea por pensar, con egoísmo, en la seguridad personal de “los ciudadanos de bien” que nos creemos.
A los presos les hemos dicho una y otra vez que ellos son los perdedores, y al salir en libertad ellos saben que, tal como están las cosas, tarde o temprano van a volver a perder. Y saben que, después de todo, una lanza es una lanza.
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