¿Qué tan privada debe ser la vida de las personas públicas? No me refiero a músicos, actrices o jugadores de fútbol, que ya tienen más que suficiente con exponerse todo el tiempo ante sus propias audiencias, bailar, hablar, meter goles, dar cuenta de sus alegrías y tristezas. Me refiero a los más altos cargos políticos que, en muchas ocasiones, arguyen razones de privacidad para no revelar ciertos datos sobre su vida personal. Pienso en quienes ejercen esos puestos ahora, en especial los presidentes o primeros ministros de la república, cualquier república.
Uno de esos datos privadísimos, de los más relevantes acaso, tiene que ver con el estado de salud de quienes ejercen el cargo o son postulados para ello. ¿Debe ser un tema secreto el estado de salud de un mandatario o candidato a presidente de la República? Hay en nuestra historia por lo menos un caso de información privilegiada respecto a eso, que fue además un asunto de dudosa ética médica y política. Tenemos también el ejemplo contrario, mucho más reciente: la transparencia inmediata y absoluta, casi brutal.
Sería más que oportuno que los candidatos y/o candidatas a la presidencia, todos y todas, se realizaran un examen psicofísico completo y que el resultado del mismo fuera puesto a disposición de la ciudadanía. No hay mejor manera de empezar a transparentar la cosa pública que trasluciendo el estado de salud de los futuros gobernantes. De paso, eso sería una tranquilidad para los votantes. Y después de la elección, que los mandatarios lo hicieran año a año mientras dure su gobierno. Una especie de carné de salud pero en serio y a fondo, independiente y auditado.
Los resultados que tomarían estado público serían solo aquellos que pudieran afectar el desempeño de las funciones de gobierno, es decir afecciones graves diagnosticadas con malas perspectivas. Las hemorroides, por poner un ejemplo, no deberían reportarse, ni una naciente alopecia, ni la presbicia o los juanetes, en fin, todas esas cosas que son molestas pero menores.
Se pueden argumentar razones estratégicas para no hacer público ese reporte médico. Secretos de Estado, asuntos de soberanía, seguridad nacional y todas esas pamplinas. Pero la verdad es y será siempre un escudo insuperable contra el Mal: una tomografía vale más que mil palabras.
Hay cargos ejecutivos, como el de presidente de la República, que implican una labor de 24 horas los siete días de la semana durante varios años (depende del país). Salvo enfermedad gravísima, a nadie se le ocurre pensar que el presidente responderá a una crisis o a una catástrofe (un desastre climático, una agresión en las fronteras) con un comunicado tipo: “Hoy es mi día libre. Mañana tomaré las medidas del caso”. Su voz, su razonamiento y sus decisiones siempre deben estar allí, en la pantalla del televisor o del teléfono, sin importar el día ni la hora.
Esa consideración sobre el carácter full time del cargo, nos lleva a sopesar con especial cuidado ciertos hábitos o costumbres: si el presidente o la presidenta tiene que estar disponible todos los días y a toda hora, hay consumos sociales lícitos y hasta legítimos, como el de las bebidas alcohólicas y otras drogas recreativas, que deberían estarle vedados por completo, así fuera en la más cerrada intimidad o en el “sagrado inviolable” de su hogar. Nunca se sabe en qué momento ha de estallar una crisis. En Uruguay, por ejemplo, si no se puede conducir un automóvil con un mínimo de alcohol en sangre, menos se podría conducir un país en tales condiciones. Lo mismo con la marihuana, la cocaína y otras sustancias psicoactivas. Vida privada, tolerancia cero.
Cuenta de forma detallada el historiador británico Andrew Roberts que, en plena Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill desayunaba de manera habitual dos o tres huevos fritos, acompañados con tostadas, lonjas de panceta y abundante whisky. En su descargo se puede aducir que en aquella época Europa estaba hecha escombros y los nazis bombardeaban Londres con saña. De todas formas no es una dieta muy recomendable, y no solo por el colesterol. En Uruguay también tuvimos mandatarios que supieron empinar el codo con entusiasmo, pero nunca se hizo de ello una cuestión pública de Estado, quizá porque los nazis ya habían sido derrotados varias décadas antes.
Lo que sí debería salvaguardarse a toda costa es un espacio razonable y cuidado para el recogimiento personal, ese paréntesis en el que un mandatario se despoja de todo para vivir un instante de íntima plenitud. Una cosa es la privacidad y otra cosa es la intimidad, ese sitio o estado al que ya en el siglo XVII Francisco López de Úbeda bautizó primorosamente “el almario”, el lugar del alma. Tales ámbitos íntimos son necesarios en el espíritu de cualquier presidente, pues lo tonifican para continuar con la ingrata tarea de cerrar el almario propio y abrir algunos ajenos, que así es como se gobierna al fin y al cabo, se desayune whisky con panceta o galletitas con mermelada de arándanos.
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