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Contenido creado por Paula Barquet
El columneador
Foto: White House Photographic Collection / Dominio Público
OPINIÓN | El Columneador

La política, el difícil arte de saber vender optimismo

Con Ronald Reagan muchos aspirantes al poder de un país aprendieron que, para ser presidente, primero hay que parecerlo.

Por Eduardo Espina
cadelices@yahoo.com

21.06.2024 16:29

Lectura: 7'

2024-06-21T16:29:00-03:00
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En la genial historia de Gabriel García Márquez, el personaje con ambiciones políticas sabe que no llegará demasiado lejos por tener una gran contra: es inteligente. En Batman regresa, la mejor de la saga del hombre murciélago, El Pingüino carece de posibilidades de triunfo, pues los votantes quieren que el candidato tenga manos, no alas. La política es el arte de tocar, no de volar. Eso es para el arte, para la poesía, para los lugares del alma. ¿Votaría usted por un pingüino, por más que fuera Danny DeVito? Los políticos no deben volar, deben tener manos: para escribir, para saludar, para votar por ellos mismos, para afanar, para lo que sea. En síntesis, si se pretende acceder a un cargo de relevancia, que puede ser la presidencia de un país, el candidato no debe ser; debe parecer. Lo que importa es cómo la gente lo percibe.

En 2024, año actual, hay elecciones presidenciales de gran trascendencia —una elección de ese tipo siempre lo es— en Argelia, Guinea-Bissau, Mauritania, Senegal, ¡Somalia! (aunque usted no lo crea), Túnez, Estados Unidos, Uruguay, Venezuela. Iba a decir que el fútbol tiene competencia, pero con el fútbol nadie puede competir. Todos los candidatos, en todas partes, deberían tener en cuenta a alguien para maximizar sus opciones, alguien que fue un maestro en el arte de convencer, por más que no tuviera nada de gran trascendencia para vender, salvo una cosa fundamental en cualquier aspecto de la vida: optimismo. Me refiero a Ronald Reagan, genio voluntario en la profesión de encantar a las masas con su mensaje de “conmigo de presidente, todo va a estar bien”. No más o menos bien, como la canción del policía motorizado, sino bien. Como suele decirse, la historia dirá si fue un buen o mal presidente para los estadounidenses, aunque en este tipo de cosas la historia se lava las manos. Que sean los hombres quienes juzguen.

De la presidencia de Ronald Reagan, sobre quien leí un par de biografías, hay un detalle no tan menor que siempre me ha llamado la atención. Apenas llegaba a su oficina en la Casa Blanca, Reagan abría los diarios y revistas del día. Lo primero que leía eran las cartas de los lectores. Le preocupaban más la opinión y los comentarios de la gente que las críticas del periodismo, aunque con este mantuvo una relación casi siempre excelente, como pocos presidentes en el mundo la han tenido. La afabilidad en el trato al periodismo fue uno de los puntos destacados de su presidencia.

Los estadounidenses aman a los optimistas —las mujeres también— y Reagan, que se consideraba el mayor optimista del planeta, llegó a la White House en el momento adecuado, cuando Jimmy Carter fracasaba en varios flancos y de esa forma era percibido por el electorado, que le dio la espalda por considerarlo agua tibia. Le faltó el aspecto comunicacional decisivo para que la gente le prestara atención cuando era fácil conseguirla. En tiempos de reelección, el ánimo nacional estaba por el piso fomentado por la crisis de los rehenes en Irán, una inflación alta, creciente desempleo, y un sentido generalizado de incertidumbre. Panorama terrible para cualquier presidente buscando la relección. Reagan revirtió la situación, al menos la forma de percibirla de acuerdo a un cambio político. Parte de su mérito estuvo en convencer a la gente de que tenía un plan y sabía cómo aplicarlo. Aunque no fue un presidente extremadamente popular en las encuestas, en las cuales nunca alcanzó una aprobación superior al 57%, su carisma mantuvo a flote la credibilidad de su proyecto de poner a creer a los estadounidenses en su país. Eso debería ser condición sine qua non de todo presidente en ciernes.

Hay quienes creen que RR, último Rolls Royce del Partido Republicano, solo fue un histrión memorioso, un impostor que repetía discursos escritos por otros. En verdad, si bien fue un actor (uno del montón), fue también un escritor político de primera; alguien que no solo escribía sus discursos, sino que corregía y editaba los discursos de los integrantes de su gabinete. Tal cual lo destacan varios libros, pero en especial Reagan: A Life in Letters y Dear Americans: Letters from the Desk of Ronald Reagan, volúmenes que recogen parte de su extensa correspondencia, Reagan fue un estilista que preparaba muy bien sus intervenciones públicas, las cuales luego pronunciaba con una entonación especial para hacer creer a la gente que las estaba improvisando. Dedicaba varias horas diarias a leer discursos históricos y escribir los suyos, varios de los cuales, como el que dijo en Berlín el 12 de junio de 1987, son memorables: “Mr. Gorbachev, tear down this wall!” (¡Señor Gorbachov, tire abajo este muro!). En la dimensión de MTV no había lugar para el comunismo. En la vida real, tampoco. Lo de igualar para abajo a nadie pensante puede convencer.

“El legado de Reagan se verá en 20 años”, comentó uno de los principales consejeros del expresidente cuando este anunció el 5 de noviembre de 1994 que tenía Alzheimer. Reagan transformó al Partido Republicano, convirtiéndolo en el partido de los trabajadores. Con su lema, “menos gobierno, menos impuestos”, atrajo al voto popular. El desempleo durante su gobierno alcanzó el nivel más alto en febrero de 1983 al llegar al 11,3%, pero cuando abandonó la presidencia era de menos del 6%. Sin embargo, durante su mandato la deuda federal se cuadriplicó, subiendo a los cuatro trillones de dólares. Varios economistas lo consideran responsable del gran déficit que arrastra el país desde entonces, y de haber engendrado personajes políticamente siniestros como Donald Trump.

Ocurrente, afable y gran negociador, incluso en situaciones apremiantes —recomiendo leer los documentos de la “cumbre de Reikiavik” entre Reagan y Gorbachov, que se celebró en Reikiavik, Islandia, el 11 y 12 de octubre de 1986— Reagan se consideraba un elegido para ser presidente, incluso en tiempos cuando su nombre estaba asociado al glamour y a la vida banal de Hollywood. En su época de estudiante solía imitar a Franklin D. Roosevelt, presidente demócrata a quien votó y apoyó, y al que consideraba su principal faro ideológico junto con Lincoln. Para entretener a sus compañeros de generación, Reagan usaba una escoba como micrófono y repetía discursos enteros de Roosevelt, habiendo hecho suya una de las más emblemáticas frases de la historia estadounidense, con la cual el gran líder durante la Segunda Guerra Mundial estará asociado de por vida: “A lo único que debemos tenerle miedo es al miedo”.

Después de la muerte de FDR, Reagan abandonó al Partido Demócrata, aunque luego replicó el tono con aura populista que Roosevelt usó de manera magistral para ganar cuatro elecciones nacionales. Junto con Roosevelt y John F. Kennedy, Reagan es recordado como uno de los tres mejores comunicadores políticos estadounidenses del siglo XX, capo en el arte de vender cubitos de hielo a los esquimales, porque no siempre el mejor hielo está en Alaska. Los tiempos del mundo mediático, que en los años 80 tuvieron su primer gran auge, resultaron esenciales para definir su estilo de gobernar y su capacidad de persuasión en los comienzos de la era de la desatención, la nuestra. Ronald Reagan siempre tuvo claro que, para ser presidente, primero hay que parecerlo.

Por Eduardo Espina
cadelices@yahoo.com