Hace medio siglo, cuando era un adolescente, mi padre me envió por ferrocarril desde Paso de los Toros a Tablada, un complejo de corrales y balanzas en el norte de Montevideo, con un vagón de vacas viejas para faena.
Fue un viaje interminable, de 10 o 12 horas. La vieja locomotora no podía con su carga de vacunos y peones. Algunos animales de mi vagón cayeron agotados y fueron pisoteados por otros. Mi tarea consistía en levantarlos pero, después de tantas horas, no había modo.
Locomotoras y vagones antediluvianos, vías intransitables, animales agotados o muertos: por esas razones el camión le arrebató el transporte de cargas al ferrocarril.
El Ferrocarril Central de los ingleses (The Central Uruguay Railway) extendió sus vías hasta Paso de los Toros en 1887 y hasta Rivera en 1892. Era un servicio relativamente caro, debido a baja densidad de población y carga —y a la garantía de rentabilidad que le extendieron los gobiernos—, aunque puntual y eficaz. Fue una herramienta decisiva para la conquista del norte abrasilerado, la creación de un rosario de pueblos y un comercio próspero.
El gobierno de Luis Batlle Berres estatizó los ferrocarriles en 1949. Se pagó por ellos casi la mitad de la deuda contraída por Gran Bretaña por abastecimientos durante la Segunda Guerra Mundial, un precio exorbitante. Lo mismo ocurrió en Argentina, Brasil y otros países del área, en medio de la euforia nacionalista.
Tomar el material sin una inversión y gerenciamiento adecuados, unidos al clientelismo y la burocracia, fue devastador. La empresa pública de ferrocarriles AFE llegó a tener 9.000 funcionarios y un déficit monumental.
El transporte de carga se derrumbó a partir de los años ‘50. En la década de 1960 se vendían unos 10 millones de boletos para pasajeros por año, la mitad en el área metropolitana de Montevideo; en 1976 eran 6 millones y en 1986 poco más de 3 millones. El 31 de diciembre de 1987 se cerraron el transporte de personas y las líneas más deficitarias.
El martes 2 de abril corrió un nuevo Ferrocarril Central, aunque esta vez bajo nuevas formas (propiedad pública y operadores privados), nuevas cargas (celulosa e insumos para su producción) y nuevas vías (rehechas por completo), vagones y locomotoras.
Con muchos retrasos, al modo uruguayo, unos 5.000 trabajadores construyeron una línea nueva de más de 260 kilómetros, 550.000 durmientes y 61 puentes al costo de más de 1.200 millones de dólares. Mientras tanto avanza la construcción de la doble vía de Ruta 5. Ha sido el mayor despliegue de maquinaria pesada de la historia nacional.
Esa resurrección responde a la industria forestal que, en apenas 35 años, cambió la fisonomía del país, provocó una revolución productiva (celulosa, tablas, tableros, madera en bruto o chipeada) y se convertirá en la principal exportadora, superando a la carne vacuna y a la soja.
No es mérito que se pueda atribuir un solo partido político ni a un gobierno.
La ley forestal de 1987 (reglamentada más tarde) fue impulsada por los partidos Colorado y Nacional. La central sindical Pit-Cnt y varios parlamentarios del Frente Amplio se opusieron rotundamente, como se opusieron a la construcción de la primera planta de celulosa sobre el río Uruguay. Razones: desconfianza de los capitalistas en general y de los extranjeros en particular, y cuestiones ambientales.
A fines de 2004, después de ganar las elecciones nacionales, Tabaré Vázquez dio un giro copernicano, autorizó la construcción de la fábrica de Botnia en Fray Bentos (ahora UPM) y afrontó con valor el chantaje de Néstor Kirchner y de los ambientalistas que anunciaban el Apocalipsis.
Unos años después, ya con menos traumas, José Mujica respaldó a la sueco-chilena Montes del Plata, que inauguró su fábrica en 2014 cerca de Conchillas. En su segundo mandato, Tabaré Vázquez concedió grandes privilegios a UPM para que montara una nueva fábrica, esta vez sobre el río Negro, frente a Paso de los Toros, a cambio de puestos de trabajo e inversión.
Esa fábrica comienza a operar ahora, igual que el Ferrocarril Central, la Ruta 5 y nuevas instalaciones portuarias, bajo un gobierno que encabeza el Partido Nacional. Y vendrá otra fábrica de celulosa, probablemente en el Este del país, aprobada por quién sabe qué gobierno.
La industria forestal se estimuló mediante subsidios y toda clase de renuncias fiscales. Pero no de otro modo se instaló la anglo-belga Liebig’s en Fray Bentos a partir de 1865, o se tendieron casi 3.000 kilómetros de ferrocarril inglés en las décadas de 1870 y 1880, o se montaron los grandes frigoríficos estadounidenses Swift y Armour en la bahía de Montevideo en la década de 1910.
La industria maderera uruguaya, con sus más de un millón de hectáreas plantadas —el 6% del territorio—, sus tres grandes fábricas de celulosa, 25.000 empleos directos y exportaciones esperadas de 2.700 millones de dólares este año, es ciertamente el resultado de una “política de Estado”. Ese tipo de consensos básicos, alcanzados por el sistema político en las últimas décadas, después de haber sufrido los estragos de un largo estancamiento económico y del odio, logró diferenciar (para bien) a Uruguay en el tempestuoso entorno latinoamericano, tan afecto a los radicalismos y la antropofagia.
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