Las opiniones contrarias a la ciclovía en el centro de Montevideo podrían servir para instalar en el debate una pregunta de fondo: ¿a quién pertenece una ciudad? Esa interrogante suena abstracta, pero es sustancial en la historia de las ideas. Desde la Grecia Antigua y hasta hoy, ciudad y política vienen entrelazadas en la palabra y en la acción. El concepto mismo de ciudad, a través de pequeños cambios, ha generado enormes movidas civilizatorias que no se ven reflejadas de inmediato sino a muy largo plazo.
La ciclovía en 18 de Julio es una obra por demás sencilla que otorga espacio a los ciclistas en desmedro de automóviles, motos, ómnibus y camiones, que ahora cuentan con menos lugar para circular rumbo al Centro. Hubo reclamos, declaraciones áulicas, edilismo al palo. Los primeros accidentes ocurridos en la ciclovía (episodios nimios comparados con la cotidiana carnicería que es el tránsito) fueron noticia de primera plana y tema de discusión política, tanto que eclipsaron al célebre Sebastián Marset. Por unas horas pasamos de la narcovía a la ciclovía con sospechosa rapidez. Ardieron con maledicencias las redes sociales, floreció un pensamiento liso y a pedal. En el mejor de los casos el asunto se abordó con practicismo tecnocrático: si facilita o entorpece la circulación, si será poco usada o muy usada, peligrosa o segura, ancha o angosta.
El anatema facilongo es un síntoma: no hubo reflexión ciudadana sobre el significado de la ciudad, es decir sobre la razón misma de su existencia, que somos nosotros, todos sus habitantes, un universo de gente diversa que tiene aquello que la ONU define como “derecho a la ciudad”. Parece que la única reflexión hecha con seriedad ha sido la ciclovía en sí misma, su planificación y ejecución.
Uno de los derechos a la ciudad refiere a la posibilidad de transitar por ella, y es ley: “Se promoverá un sistema de transporte colectivo acorde a las dinámicas urbanas, así como también sistemas complementarios de movilidad ciudadana (ciclovías, peatonales, etc.), asegurando sistemas de conectividad ágiles”. (Ley 19.525, art. 23).
En su libro Construir y habitar, Richard Sennet trata el tema de la ciudad y los desplazamientos humanos. Toma una idea de la Poética del espacio de Bachelard: “Aprender a gestionar los desplazamientos tiene una consecuencia social; la gente empieza a confiar en que puede vivir con los diferentes, en lugar de sentirse tan vulnerable como para huir. La gente se desarrolla psicológica y éticamente mediante el abandono de las comodidades del hogar. El yo se fortalece”.
Aunque a otra escala, en muchos lectores deben resonar los conceptos planteados por Sennet: los diferentes, vulnerabilidad, abandono, huida, comodidad, hogar, el yo. Ahí están todos esos elementos unidos en la ciudad, el cielo para unos y el infierno para otros. Es inevitable que así sea: las tensiones de la convivencia urbana no se pueden eludir porque forman parte de la diversidad que somos. Pero sí se pueden civilizar. Es necesario el diálogo, la escucha, la observación de lo que pasa en la calle. Hay que despojarse de prejuicios para así criticar lo criticable y admirar lo admirable, sin enconos.
Hace muchos años que vivo sobre 18 de Julio. Desde mi apartamento tengo una buena perspectiva. Y he visto de todo, como el célebre replicante de Blade Runner: vi accidentes terribles, motociclistas reventados, ómnibus que chocaron entre sí, autos volcados, ambulancias, sangre en el pavimento, peleas, tumultos, marchas, bomberos apagando incendios, sexo al aire libre.
Y ahora veo a los ciclistas. Antes se perdían en el fárrago del tránsito, arrinconados sin piedad por ómnibus y camiones, insultados por taxistas y peatones. La ciclovía no es una obra monumental sino sencilla y práctica, hasta se puede decir que modesta. Pero es sobre todo una posibilidad para pensar la convivencia urbana desde otro lugar. No se trata solo de imaginar qué ciudad queremos tener, sino qué ciudad queremos dejarles a quienes vendrán después, cuando ya no estemos.
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