Con el paso de los años uno cree que la capacidad de asombro va disminuyendo a la par que sucede con el natural deterioro físico. Sin embargo, día por medio, la realidad nos brinda abundantes contenidos para la perplejidad. Mientras vamos perdiendo aptitudes corporales y algo de memoria, aparecen nuevos ideólogos que nos quieren salvar de una supuesta catástrofe inventando enemigos y pronosticando posibles apocalipsis si no los apoyamos; incluso, no tienen empacho en invocar a un ser supremo, como lo hizo Matt Schlapp —presidente de la Conferencia Política de Acción Conservadora— en su discurso inaugural del 21 de febrero pasado, cuando dijo: “Dios, ayúdanos a unificar este increíble movimiento que se ha expandido por el mundo. (…) Vamos a proteger nuestros valores, nuestra libertad y nuestros derechos divinos. (…) Tenemos que acabar con los comunistas, con la Organización de las Naciones Unidas, con la Organización Mundial de la Salud”, mientras lo escuchaban Trump, Bukele, Milei, Abascal y otros representantes de la derecha más rancia, acompañados por sus soportes teóricos, entre otros, Steve Bannon y Mike Lindell.
Al mismo tiempo, por estas latitudes, el insulto y el lenguaje chabacano parecen ser las armas preferidas para atacar a los interlocutores que se opongan: “ratas”, “parásitos”, “representantes del mal”, son de los tantos epítetos a los que recurre el actual presidente argentino desde sus tiempos de panelista televisivo. Al escucharlo no puedo dejar de pensar cuánta distancia hay entre su “¡Viva la libertad, carajo!” y “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; (…) por la libertad se puede y debe aventurar la vida”.
Cuánta distancia entre Thomas Paine, inspirador de la revolución americana y uno de los “padres” fundadores de Estados Unidos, de quien Bertrand Russell dijo: “Para nuestros tatarabuelos Paine era una especie de Satán terrenal, un infiel subversivo, rebelde contra su Dios y contra su rey. Se ganó la hostilidad de (…) Pitt, Robespierre y Washington. (…) los dos primeros trataron de matarle, mientras el tercero se abstuvo cuidadosamente de salvar su vida. Pitt y Washington lo odiaban porque era demócrata, Robespierre, porque se opuso a su régimen del Terror. Su destino fue siempre ser honrado por los pueblos y odiado por los gobiernos”. Cuánta distancia, reitero, entre el autor de “El sentido común” y esta caterva de ultraderechistas disfrazados de demócratas puros.
Cuánta distancia, también, entre aquella revolución francesa que pregonaba la libertad, la igualdad, la fraternidad y “los Derechos del Hombre y de los Ciudadanos” y estos fanáticos desmelenados que defienden el capitalismo salvaje y se autodenominan “libertarios”, travistiendo así un neologismo creado a mediados del siglo XIX por el anarquista francés Joseph Déjacque, cuando se opuso a Pierre Proudhon, tratándolo de liberal.
“Libertarios”, además, fue el término que usaron los anarquistas galos en tiempos de Napoleon III cuando el régimen prohibió sus periódicos.
En el siglo pasado, “libertario” definía a alguien como Buenaventura Durruti o Federica Montseny en aquella España republicana, o a los anarcos que fundaron los primeros gremios en nuestro país y lucharon por las jornadas de ocho horas.
Hoy, se presenta así Javier Milei, presidente legítimo de los argentinos, adorador del dios mercado, quien defendió ideas tan estrafalarias como la libre compra y venta de órganos y de niños, la privatización del mar y de todo lo que pueda ser transable.
Claro que para gobernar tuvo que negociar con quienes llamó “la casta” y poner de ministra de Seguridad a quien había acusado de haber sido “una Montonera tira bombas”. Tuvo que congraciarse con el Papa Francisco, con “el representante del mal en la tierra”, como llegó a definirlo, para zurcir relaciones importantes para un país católico y un pontífice coterráneo.
Y así va, timoneando una situación heredada extremadamente compleja y difícil, manteniendo actitudes hostiles y discursos insultantes. Parecería que la crispación es su ambiente preferido y las “bombas verbales” su arma dilecta para cohesionar a los fanáticos.
Cada vez que remata sus discursos con su ya clásico “Viva la libertad, carajo”, me pregunto si el presidente de los argentinos habrá leído alguna vez a Francisco Acuña de Figueroa, autor de nuestro himno nacional y de su poema “Nomenclatura y apología del carajo”.