Brian Carlson (Chicago, 69 años) es artista plástico y docente, pero antes que eso él mismo se define como un activista por los derechos humanos, y antes de ser un activista fue docente en distintas universidades de Estados Unidos. Y antes aún fue un joven objetor de conciencia que se plantó firme y se negó a ir a Vietnam.
Ahora, desde hace casi trece años (exactamente desde el 1 de enero de 2012) se dedica a pintar retratos de personas desaparecidas y asesinadas, o de presos y presas políticas, víctimas de regímenes dictatoriales o teocráticos. Ha pintado retratos, siempre en base a fotografías, de miles de latinoamericanos (la gran mayoría argentinos, también mexicanos, unos cuantos uruguayos), decenas de iraníes, negros estadounidenses asesinados por la Policía, palestinos asesinados por las FDI, y gente de otras nacionalidades. Día tras día, durante ciento cuarenta y cuatro meses, Brian se ha colocado frente a una imagen —muchas veces borrosa, tipo carné, casi siempre en blanco y negro, una especie de fantasma pequeñito estampado en papel fotográfico ya amarillento— para convertir esa mancha desvaída en una memoria llena de vida y color. Su proyecto de llama “Aparecidos” y se puede visitar acá. Respiren hondo antes de hacer clic. Prepárense para ver y sentir el alucinante mundo de una multitud que parece regresar del más allá.
Lo relatado hasta aquí podría calificarse como una curiosidad, un hecho interesante, incluso impactante, o acaso el producto obsesivo de un yanqui progresista. La clave para entender esta historia son los números: Brian Carlson lleva pintados, a mano y con pincel, un total de tres mil retratos, todos con la misma técnica, todos del mismo exacto tamaño, todos verticales, de apenas 12 por 25 centímetros, sin margen, paspartú, marco ni vidrio. Nada: solo la imagen sobre el papel. Tres mil retratos. Trece años. Que cada quien saque su cuenta.
No estamos hablando de la oreja de Van Gogh. No es un fruto de la locura ni del azar, sino el resultado de una cuidadosa y muy razonada planificación: “Necesitaba crear imágenes que fueran pequeñas, livianas y que no ocuparan demasiado espacio, para poder transportarlas de manera económica. Son pinturas acrílicas sobre papel grueso, no están enmarcadas pues el vidrio y los marcos serían demasiado pesados y costosos, y, cuando se exhiben, están en bolsas de plástico para evitar que se dañen si son tocadas por demasiada gente, o por los elementos cuando se exhiben al aire libre. Cada cuadro se convierte en un ‘azulejo’, por así decirlo, en un grupo más grande, y cada exhibición es totalmente adaptable a los espacios disponibles. Hay innumerables formas de exhibirlos, e incluso se pueden instalar grandes cantidades con bastante facilidad”.
Antes de pintar cada retrato, Brian se ocupa de conocer la historia de la persona a la que va a retratar, que es sobre todo una ausencia. Para ello cuenta siempre con la ayuda de familiares o amigos de la víctima, porque quiere que el desaparecido vuelva, que aparezca a través de su arte. La curadora de toda la obra, y su mano derecha en muchas tareas, es su esposa. Ella es argentina, se llama Lelia Corral y es hermana de Ana Corral, una chiquilina de 16 años secuestrada y desaparecida en Tucumán, que según varios testigos fue asesinada de un balazo en la nuca por el general Antonio Domingo Bussi en 1976. El trabajo de Brian y Lelia debe ser emocionalmente abrumador, tanto en la investigación previa como en la realización.
Los retratos nunca estuvieron a la venta, así que no tienen precio. Sí se prestan a instituciones. El objetivo es crear una especie de gigantesco memorial a los desaparecidos y asesinados que sea lo bastante portátil como para poder exhibirse en casi cualquier lugar del mundo. Le han dicho que ya es el memorial más grande jamás creado a mano por un solo artista.
En Uruguay se realizó em el 2015 una muestra de algunas decenas de sus obras en el MUME. La mayoría de las exposiciones (algunas de ellas muy, muy grandes), se instalaron en lugares consagrados a la memoria en Argentina, país en el que Carlson vive desde hace varios años: la ESMA, Olimpo, La Perla, Orletti y otros sitios.
Los números nos cuentan apenas una parte de la historia. Brian intenta redondearla: “Cuando empecé a pintar los retratos, al darme cuenta de que solo en Argentina había treinta mil desaparecidos y hacer algunos cálculos en mi cabeza, supe que no era un proyecto que pudiera completar yo solo”.
Él sabe que dice una obviedad, pero detrás late el anhelo de que la tarea sea continuada después, que vengan otros y otras para rescatar más fantasmas y así convertirlos de nuevo en hombres y mujeres, en seres espléndidos y coloridos, vivos para siempre en el arte. Un mundo memorioso de quince, veinte, treinta mil retratos. Quizá esa sea su gran obra.
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