Vivimos en una sociedad global en la que cualquier incidente puede ser grabado, filmado, subido a una plataforma al instante y compartido por millones de personas en todo el mundo. Nos hemos hecho a la idea de que eso es lo que hay, desde un tiroteo en el país de los tiroteos hasta un bombardeo en el país de los bombardeos. Para muchos eso y solo eso es la globalización. Así, suponen estar bien informados cuando en realidad están más desinformados que nunca. Desinformados por exceso.
Todos lo padecemos. Creemos conocer lo que ocurre aquí y allá, pero en realidad se trata de una ilusión: no sabemos nada o casi nada. Primero porque la capacidad humana de procesar información es limitada, y segundo porque nada es lo que parece.
Alvin Toffler lo definió con criterios científicos en 1970 en su libro El shock del futuro. Él lo llama “sobrecarga de información”, y dedica un iluminador capítulo a estudiar el asunto. Allí explica en detalle cómo la sobrecarga informativa (information overload) exige a las personas más allá de los límites biológicos y afecta la capacidad de discernimiento. Dicho en criollo: con la avalancha de estímulos dejamos de ejercer el criterio, nos perdemos en los laberintos tuiteros, en los montajes de TikTok, en los titulares diseñados para que hagamos clic. Así permitimos que nos estafen todo el tiempo.
Unas veces la trampa está en las palabras, otras en las imágenes, y siempre en la sobreabundancia de historias, la mayoría de las cuales son irrelevantes. Con las palabras se pueden hacer muchas cosas, entre las que se encuentra engañar a la opinión pública. En cuanto a las imágenes, la inteligencia artificial ya ha logrado desacreditarlas en su verosimilitud, hasta el punto de volver obsoleto el milenario precepto de ver para creer.
Confiamos en la privacidad de nuestros datos personales cuando nosotros mismos se los damos en bandeja a los gigantes tecnológicos para que ellos los almacenen y los vendan al mejor postor. Creemos que los dioses del mercado nos protegen pero en realidad nos devoran, porque todos los dioses son devoradores. Somos capaces de ir bailando hacia el abismo si tenemos fibra óptica a nuestra disposición.
Vivimos hundidos en un pantano digital que provoca aturdimiento y confusión, y nos distrae todo el tiempo de los problemas reales para mostrarnos apenas los aspectos más entretenidos de la sociedad, que suelen ser los menos relevantes. En la sociedad global todos somos manipulados o, cuando menos, manipulables. Vemos solo aquello que se nos quiere mostrar y pensamos solo aquello que quieren que pensemos, o sea: nada.
El aturdimiento social se expresa de muchas maneras, bien visibles todas y, sin embargo, todas invisibilizadas por acumulación. Eso le ocurre a la inmensa mayoría de las personas. Un ejemplo cotidiano: casi todos los sitios web que abrimos en nuestra computadora o en nuestro teléfono nos informan que utilizan cookies y nos dan varias opciones, pero en general optamos por la más fácil, que en los hechos es la única práctica: “Sí, acepto”. Igual que en un matrimonio, como si nos desposáramos con el servidor que está del otro lado: hasta que el algoritmo nos separe. Así se almacenan nuestros gustos, horarios, hábitos de consumo, intereses económicos, sociales, culturales y un etcétera tenebroso por el que nadie se preocupa demasiado. Atolondrados por los atolondradores, hacemos clic y listo. Datos, datos y más datos.
En la acumulación y el uso arbitrario de esos datos hay también un negocio gigante en el que unos pocos ganan mucho y la inmensa mayoría, como apuntaba Toffler en su libro, pierde “la capacidad para actuar racionalmente en su propio beneficio”. No se trata solo de dinero, sino de elegir en cada circunstancia lo más conveniente y no aquello que se nos sugiere gracias a los algoritmos. Para elegir hay que pensar, y eso se nos vuelve cada día más difícil.
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