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Contenido creado por Paula Barquet
El columneador
OPINIÓN | El Columneador

Estamos destrozados: ha muerto Juan Izquierdo, y no hay a quien pedirle explicación

A la misma edad de Janis Joplin, Jimmy Hendrix, Jim Morrison y Curt Cobain, falleció un futbolista que ha entrado en la historia.

Por Eduardo Espina
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30.08.2024 12:26

Lectura: 11'

2024-08-30T12:26:00-03:00
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Hay situaciones crueles en las que solo un eufemismo traído de los pelos ayuda a salir del paso y dar la peor noticia tratando de maquillar la pena de fondo que genera. Decir, por ejemplo, “cuando todavía no eran las 10 de la noche del jueves 22 de agosto de 2024, JMI entró en la eternidad”. El boletín del nosocomio brasileño donde se encontraba internado el futbolista fue cómplice con la precisión: “El Hospital Israelita Albert Einstein comunica con pesar el fallecimiento de D. Juan Manuel Izquierdo, fallecido el martes, 27 de agosto, a las 21:38 hora (local), como consecuencia de una muerte encefálica tras una parada cardiorrespiratoria asociada a una arritmia”. Lo que vino luego en la reacción colectiva fue una dosis intolerable de incredulidad y tristeza infinita. Es como todavía un país entero se siente, paliando como puede el luto de tres millones y pico, tratando de encontrar una palmera en el oscuro desierto de la desolación. Hasta la pena necesita de algún oasis donde ir a refugiarse. Hay ocasiones en que la realidad empírica, donde viven y sufren los seres humanos, puede ser siniestra, un poco más que brutal. Esta es una de ellas. Se parece a una pesadilla, que no suena a diminutivo como el término. Las vueltas de la vida no siempre permiten dar vuelta la página rápido.

Cuando el mundo existe, pueden ocurrir cosas. Y algunas, demasiadas, resultan devastadoras. La muerte llega a cada rato. Además, tal cual tanto cuesta aceptarlo, la vida continuará estando presente, aunque uno esté ausente. Vean Daddy Nostalgie (1990), una de las mejores películas que conozco sobre la mortalidad, y me dicen. Max Morden, narrador-protagonista de El mar, novela de John Banville (a quien tuve de vecino durante cuatro meses en Iowa City, en 1980), afirma: “A lo mejor todo lo que nos ocurre en la vida no es más que una larga preparación para abandonarla”. Hay cosas que ocurren antes de que sucedan otras; así de extraño es el acto de existir en este valle de incertidumbres. De un momento para otro, con muy poco a favor, la vida deja de ser un buen ejemplo. A la hora de buscar certezas habría que escuchar a Walter White, quien en uno de los episodios de Breaking Bad dice: “El universo es aleatorio. Es un caos. Partículas subatómicas sin un fin que colisionan sin rumbo, eso nos dice la ciencia, pero no nos dice por qué un hombre cuya hija va a morir esa misma noche se toma una copa conmigo…”.

La memoria hace un recuento de lo acontecido la noche en que para un ciudadano uruguayo todo acabó, y su pericia termina siempre llegando al mismo lugar: al núcleo de lo inexplicable. Antes de la medianoche del penúltimo jueves de agosto de 2024, Juan Izquierdo estaba vivo, mirando el partido a un costado de la cancha, donde el tiempo camino a la hora cero siguió corriendo a pies juntillas. Desde el principio, antes incluso de hacer su trabajo, fue una muerte fifty fifty; mitad casualidad, mitad consecuencia (esa inhóspita señora nunca es un rival esporádico para derrotar en los minutos de descuento). El coronamiento de la casualidad puede ser en cualquier momento; a la hora de actuar, raras veces el destino pierde la oportunidad (no siempre ocurre lo mejor cuando la muerte anda suelta).

Básicamente, fue darse cuenta de que todo en la noche fulminante empezó enseguida, cosa de poner en marcha más pronto que antes la cuenta regresiva. Como si el último partido recién se iniciara. Semejante escenario no fue de esos que uno encuentra en postales: en la contrincante cerrazón de la noche paulista apareció la alucinación del desconcierto, la desesperanza más allá de lo soportable. Ya sea por teoría o experiencia, bien sabemos que nada bello hay para admirar en la muerte, aunque Rainer María Rilke, poeta, haya escrito que la belleza “es aquel grado de lo terrible que aún podemos soportar”. Desde el accidente fatal de Gonzalo “Gonchi” Rodríguez en 1999, Uruguay no estaba tan acongojado por la muerte de un deportista. Duelo, luto, pesar, desconsuelo, palabras que son fáciles de comprender en el diccionario, no en la vida real.

Tratar de resolver un enigma gigante del que desconocemos la contraseña lleva a conjeturas que no son sino destellos de un rompecabezas al que le faltan piezas para poder completarlo. Hagamos cuentas. Izquierdo podría no haber entrado como sustituto, podría haber faltado a la justa deportiva por lesión, por gripe, por cualquier causa aparente, por no tener ganas de viajar pues días antes había nacido su hijo. No obstante, una suma de factores pertenecientes a lo desconocido quiso que a los 46 minutos de un partido en el cual el malogrado terminó siendo el protagonista, la realidad fuera por completo de una manera, no de otras. Quién lo hubiera dicho. Entró a la cancha, no para ayudar a sus compañeros a revertir un resultado adverso, sino a toparse con una adversidad insalvable. Lo único que el reloj de la vida impide es atrasar las horas y pasar a vivir en un tiempo absoluto librado de distracciones. En el momento menos pensado del relato, reflexiona el narrador de “El Sur”, cuento de Jorge Luis Borges: “Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones”. ¡De haberlo sabido antes! Pero, bueno, este tipo de asunto, con la vida y la muerte enfrentadas en ajedrez fatal, no permite hacer pronósticos por anticipado. Las tragedias pasan, o no. A diferencia de cáncer, covid, mieloma, y esclerosis múltiple, arritmia, no es una palabra tan común en los obituarios.

En el estadio Morumbí, de San Pablo, el cual a raíz de lo sucedido perdió su virginidad, el destino y lo impredecible coincidieron en perfecta simultaneidad de propósitos. Sucedió en uno de esos instantes en los que todo queda nivelado: a ras del césped verde, color que simboliza la vida. De esa forma es cómo se manifiesta la contradicción de fondo que define a la existencia humana. Cuando las agujas marcaban el minuto 83 del partido, el final llegó siete minutos antes del pitido final, habiendo sido uno con ambulancia, decisiones clínicas, y un estado convulsivo que al parecer desorientó a los médicos. Destino e imprevisibilidad llegaron en punto a la cita, para cumplir a rajatabla con aquello de que en el mundo real no todo existe para ser obvio y que el único viajero de verdad es aquel que acaba de partir. La ausencia de salvación fue una de las originalidades de esa noche para nada imparcial, en la que el destino decidió pensar por cuenta propia. En cuestión de instantes, la noche librada de dudas pasó a ser un relámpago abrumador. Como en el verso de Vladimir Holan, la historia de un futbolista con la vida por delante quedó consumida “en el paso de la naturaleza al ser”.

Dios y destino empiezan con D. En el DRAE (tercera D en discordia), distan de ser sinónimos. Hay quienes niegan la existencia de uno y de otro. Hay quienes creen en la existencia de ambos. La vez en que empecé a creer en la actuación verídica de los dos, juntos o por separado, fue el día D de mi vida. Ocurrió recién en la tercera década de mis años, por lo tanto, no fue de un día para otro, de la noche a la mañana, como se dice. A la fe, en algo o en alguien, no se la puede forzar para que llegue: viene, o no.

Para quienes creen en la existencia de Dios y del destino, el hecho de que la vida pueda estar programada de antemano es un dato irrefutable. Cuando algo totalmente inesperado y terrible acontece, como es la muerte de un futbolista mientras la pelota corría, oímos decir que Dios lo convocó a su lado, o que fue obra gratuita del destino. O ambas presencias al unísono, pues no resulta tan imposible que Dios se encuentre detrás del destino y lo controle a piacere. ¿Será tan así que desde las alturas celestiales el gran titiritero domina a los seres de buena o mala voluntad? ¿Tendrá tanto tiempo disponible el Creador como para controlar el principio y el final de tantos millones que se sienten igual que hormigas tratando de cruzar la vereda mientras se aproxima el zapato de un hombre, convertido por las circunstancias en destino de todas ellas?

Podemos llegar a aceptar cualquier cosa y todo, es ley de la vida, pero no la muerte de alguien joven que merecía mejor trato por parte de quien controla los destinos humanos. ¿Cómo explicarle a la familia, al hijo que no llegará a conocer al padre, que un ente indemostrable le jugó una mala pasada a quien solo era un jugador de fútbol, no un enemigo de la divinidad? Para estas cosas, como para tantas trascendentes que se nos escapan de las manos, la letra de un tango tiene mayor sabiduría que todas las canciones de reggaetón juntas: “Adiós, muchachos, ya me voy y me resigno, / Contra el destino nadie la talla”.  

Destino llamamos a lo que no sabemos bien qué es. Por consiguiente, ¿cómo impugnar las desavenencias injustas que presenta su forma de proceder, qué excusa utilizar para nombrar aquello indefinible que en un santiamén deja de ser notorio? Al final, solo cabe regresar al recuerdo informal de las circunstancias, a la superficie incompleta de los hechos pues, hablar sobre la vida en general y que esta parezca natural, lo más natural posible, es una inexactitud condenada al fracaso. Nunca llegaremos a saber cómo fue que llegamos a esta vida, ni tampoco porqué debemos abandonarla en lo mejor de la fiesta.

Cosa de Mandinga, de no creer. Juan Manuel Izquierdo Viana (4 de julio, 1997-27 de agosto, 2024) tenía 27 años, cifra fatal. El destino quiso que por su muerte haya sido aceptado a un exclusivo club de celebridades (¿será por eso por lo que nació el día de la independencia estadounidense?) Porque también a esa edad impar fallecieron de forma trágica (pasar por la vida sin llegar a los 30 lo es) los compatriotas Delmira Agustini y Jules Laforgue (1860-1887), primer moderno perteneciente a la estirpe de los de vida breve (murió cuatro días después de cumplir esa edad), y Robert Johnson (uno de los padres del rock and roll),  Brian Jones, Janis Joplin, Jimmy Hendrix, Jim Morrison, Curt Cobain, Jean-Michel Basquiat, y Amy Winehouse, etc. etc., quienes pasaron por la vida como si estuvieran manejando un auto sport a 100 kilómetros por hora en un callejón sin salida. Izquierdo se viene a sumar a lo que los historiadores de la cultura popular denominan “The 27 Club”. Si hay un más allá privado para los integrantes estelares de ese club de artistas, Juan ha ido ahora a enseñarles a jugar al fútbol. Ya veo a Hendrix, center forward, haciéndole un gol de chilena a Morrison. El diálogo entre Jack Palance y Burt Lancaster en una escena clave de Los profesionales, extraordinario filme de cowboys, sirve para ilustrar los incomprensibles desenlaces asociados a eso milagroso que llamamos ‘vida’: “Nos quedamos porque nos enamoramos. Nos vamos porque nos desencantamos. Regresamos porque nos sentimos solos. Morimos porque es inevitable”.

El periodismo informa, la literatura hace pensar, sobre todo a la imaginación. En la medida de lo imposible, lleva casi al entendimiento. Las palabras pasan a estar al servicio del interrogatorio que lo inexplicable lleva a cabo. A tan lejos son capaces de llegar cuando el desconocimiento y la ausencia de razones las inquietan. Un gran escritor francés lo vio mejor que nadie. En carta dirigida a su hermana, y fechada en 1842, Gustave Flaubert planteaba el problema de “la edad del Capitán”: “Ya que estudias geometría y trigonometría te voy a plantear un problema: un barco está en alta mar, salió de Boston cargado de algodón, su capacidad es de 200 toneladas, se dirige hacia El Havre, el mástil mayor está roto, la toldilla está cubierta de espuma, lleva 12 pasajeros, el viento sopla NNE, el reloj marca las tres y cuarto de la tarde, estamos en mayo… ¿Qué edad tiene el capitán?”. El destino es la edad que desconocemos del capitán.

Por Eduardo Espina
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