La táctica electoral de generar miedo mediante la agitación de antiguos fantasmas es tan vieja como la política. Tucídides cuenta, en su Historia de la guerra del Peloponeso, las andanzas oratorias de Cleón, un demagogo que en el siglo quinto antes de Cristo asustó a la asamblea ateniense con su discurso contra los mitilenos. Era un discurso convincente pero falaz que provocó, tras tumultuosas votaciones a mano alzada, varias desgracias.
Es cierto que desde entonces en el mundo ha habido muchas asambleas, muchas elecciones y muchas guerras, y que ha corrido demasiada sangre bajo los puentes. Pero nada parece suficiente cuando de frenar a los charlatanes se trata. De modo que ahora, veintiséis siglos después de Cleón y Tucídides, seguimos más o menos en las mismas.
De la Atenas de Pericles al Uruguay actual, el miedo se ha sembrado mediante palabras aliñadas con olvidos e inexactitudes que resultan propicias a los sembradores. En la antigüedad había que tener carisma y voz potente para hacerse oír. En estos tiempos, a los cleonitas orientales les basta con salir en la tele o tuitear algunas frases.
Repasemos la historia reciente. En las últimas décadas Uruguay tuvo un presidente que había sido influyente ministro en los gobiernos de Pacheco Areco y, por unos meses, de Juan María Bordaberry. Sin embargo, durante sus dos mandatos, malos o buenos, nunca optó por violar la Constitución, ni implantar Medidas Prontas de Seguridad, ni mandar a matar estudiantes o a desaparecer personas.
Luego vino un presidente que en una época fue confeso admirador y apólogo de Francisco Franco. El suyo habrá sido un buen o mal gobierno, pero en todo caso fue respetuoso de las instituciones y jamás se le dio por colocar crucifijos en las escuelas públicas ni ejecutar mediante garrote vil a opositores extremistas.
El Uruguay tuvo también a un presidente que había sido un tupamaro convicto y recalcitrante, con doce años de prisión sobre el lomo que, de acuerdo al cómputo de la ley, valieron por 36 años. Pese a los pronósticos más tremendistas, su gobierno —malo o bueno— fue por entero democrático y a él nunca se le ocurrió buscar venganza ni armar milicias para la liberación nacional.
Hubo otros dos presidentes: uno liberal y poco afortunado, y el otro socialista, aliado de comunistas, tupamaros, trotskistas, socialdemócratas y cristianos. Con mayor o menor tino, ambos ejercieron sus mandatos (el socialista en dos ocasiones) sin apartarse ni un centímetro de la Constitución.
Montevideo tuvo un intendente que en sus años mozos había participado en la lucha guerrillera y que, tras sufrir prisión y tortura, debió afrontar un exilio azaroso y lleno de privaciones. Durante su gobierno, bueno o malo, la moderación y el sentido común fueron extremos, y en ninguna instancia propició el apartamiento de la ley, ni siquiera de ese mamotreto llamado Digesto Municipal.
Y la capital tuvo luego una intendenta comunista, formada en los principios del marxismo leninismo, el materialismo histórico y la lucha de clases. Sin embargo, su buen o mal gobierno fue siempre respetuoso de las leyes. Ella nunca se propuso tomar el cielo por asalto ni crear koljoses en la zona de Melilla.
¿Qué pasó con todos esos gobernantes y con sus mandatos? No pasó nada fuera de los carriles democráticos habituales. ¿Qué pasó con los partidos y organizaciones a los que pertenecían esos gobernantes? No pasó nada fuera de los carriles democráticos habituales. El Partido Colorado fue otra vez gobierno, como tantas veces; el Partido Nacional volvió al poder después de varias décadas; el Partido Comunista pasó a la oposición después de quince años; los tupamaros fueron gobierno y ahora están en el llano. La rueda gira, el péndulo se mueve. La nave va, diría Fellini.
No se puede resumir en pocas líneas cuatro décadas de vida política uruguaya, pero del repaso surge con claridad que en los gobiernos posteriores a 1985 hubo para todos los gustos sin que nadie se atreviera a pasarse de la raya. Que aparezcan ahora algunos palurdos del actual oficialismo agitando viejos cucos de comunistas y tupamaros puede resultar pintoresco, aunque en el fondo es una falta de respeto a la historia cívica reciente y al sentido común de la ciudadanía.
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