Lo recuerdo como un fantasma que apareció justo ahí, en el último rincón del mundo. Un mediodía de niebla, parado sobre un promontorio en la costa de la Isla Rey Jorge, vi surgir entre la bruma la majestuosa proa de un crucero. Era blanca, más blanca que la nieve contra la que se recortaba su silueta. Me pareció un barco enorme y de lejos se adivinaban algunas magnificencias: se veían luces, se escuchaba música. Los compañeros que estábamos en la colina nos quedamos sin palabras, con una aguda sensación de impotencia.
El crucero, una nave de turismo de súper lujo, describió un amplio arco en torno a la ensenada y luego enfiló con suavidad rumbo a la bahía del Almirantazgo, situada hacia el Oriente. En unos pocos minutos se lo tragó la niebla. Solo quedó en el aire el olor a combustible quemado. Nosotros (éramos cuatro uruguayos), bajamos con todas las precauciones por un costado del glaciar Collins hacia la base Artigas, enclavada en una playa de cantos rodados junto a la rada de Fildes. Lo hicimos con amargura.
Afirman muchos estudiosos que el turismo se ha convertido con inusual rapidez en una actividad dañina como pocas, y el turismo antártico en una máquina depredadora capaz de generar problemas de difícil o imposible solución: formas de vida exóticas que logran colonizar esos territorios, contaminación de las aguas oceánicas y, sobre todo, alteración de las condiciones naturales del continente.
Cuando viajé, en el año 2015, el Instituto Antártico me informó que en ese momento había en el continente (que es más grande que toda Europa, con 14 millones de kilómetros cuadrados) un total de dos mil personas, la inmensa mayoría personal de las bases científicas de distintos países. Diez años después, en febrero de 2024, la Coalición del Océano Antártico y Austral (ASOC) calculó que en el continente había unas cien mil personas, casi todos turistas de alto poder adquisitivo.
La académica Elizabeth Leane, quien es profesora de Estudios Antárticos en la Universidad de Tasmania, lo dice de forma cruda y sin remilgos: "La industria se está expandiendo y hay una gran diversificación de actividades que incluyen viajes en kayak, aventuras en sumergibles y helicópteros". Cada vez más, la diferencia entre la Antártida y el Caribe es solamente la temperatura.
El de la Antártida es apenas un ejemplo de lo que parece ser una peste global. En muchas ciudades hay un ánimo beligerante contra el turismo y, por consiguiente, contra los turistas. Es verdad que los turistas suelen ser poco o nada cuidadosos con el ambiente (Nepal y los Himalayas son un buen ejemplo), pero por otra parte son un aporte fundamental para la economía de muchos países: España, Grecia, Francia, Italia, por nombrar solo algunos, tienen en el turismo un puntal económico de primer orden.
Las reacciones no han sido amables. Miles de personas han salido a la calle en varias de las principales ciudades de Europa, para protestar por la oleada de turistas que invaden sus pueblos, arrasan con lo que encuentran, beben como cosacos, encarecen los alojamientos a raíz de la alta demanda y luego se vuelven por donde vinieron y dejan el estropicio.
Rodolphe Christin, un sociólogo francés que estudió de forma sistemática y detallada el fenómeno del turismo en el mundo occidental, ha escrito varios libros sobre el tema. Los títulos de esos libros son elocuentes: Manual del antiturismo, Turismo de masas y usura del mundo, Contra el turismo, etc.
La posición del sociólogo es razonable, aunque para muchos utópica y elitista. Dice Christin que el turismo “entraña la degradación del planeta: transforma los territorios, rompe el equilibrio social y posee un alto costo medioambiental, por el consumo de recursos, la contaminación generada y la destrucción de entornos humanos y no humanos; incompatible, pues, con un modo de vida sostenible”. Su tesis es avalada por muchos académicos y expertos alrededor del mundo, aunque sospecho que ninguno de ellos es dueño de una agencia de viajes.
Empecé esta reflexión con la Antártida porque quizá sea el primer lugar en el que deban instalarse barreras infranqueables y convertirlo de verdad en un santuario natural, a salvo de los humanos. Pero el problema depredador se extiende como una mancha de aceite por buena parte del planeta, y no creo que pase mucho tiempo sin que arrase también con nuestras costas. Ya lo está haciendo: Punta del Este, Punta Ballena, Colonia, Médanos de Solymar, Barra de Carrasco, etc. Y entonces, cuando eso se acelere, ¿qué haremos?
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