Con los perros me ha pasado lo mismo que me pasó con Dios; no les prestaba atención hasta que empecé a creer en ellos. La fe en su existencia ha mejorado la mía. Sigo siendo monoteísta, pero he tenido varios perros y tres de ellos murieron en mis brazos. Mi conocimiento de la muerte viene de la experiencia de haberles visto cerrar los ojos al ritmo de la expresión facial con la cual decían, ‘la vida es bella’. Es una redundancia afirmar que ‘el perro es el mejor amigo del hombre’. El perro es el mejor amigo del hombre, hasta mejor que el propio hombre con el hombre. Los canes, para empezar, no traicionan, no asesinan por la espalda, no roban a un jubilado, no trafican drogas. De ahí que, en unas cuantas ciudades del mundo, para demostrar que el ser humano puede tener el corazón noble y leal de un perro, están tratando de eliminar una de las peores lacras de la época moderna, esto es, los perros callejeros. Diversas instituciones privadas y estatales iniciaron campañas para rescatar a los canes que pasan hambre y frío en las calles, y recuerdan con su sufriente presencia el carácter impío de la realidad con algunos seres de cuatro patas. En Santiago de Chile y Cozumel, por ejemplo, disminuyó la presencia de perros sueltos en las calles, habiendo aumentado al mismo tiempo la cantidad de adopciones. Afortunadamente hay quienes se dieron cuenta que la compasión es gratuita y al alma le hace bien.
Mi relación con los perros no siempre ha sido buena. Fue como comenzar una carrera de futbolista profesional en un club de la D, divisional donde tradicionalmente el fútbol que se practica se parece al rugby. Hago memoria, de la misma forma que cuando llego temprano a un aeropuerto hago tiempo. Voy muy atrás en mi vida. Antes de haber cumplido diez años, un enorme mastín que correspondía a la raza llamada ovejero alemán casi me destroza la pierna derecha, a la cual fue derecho. En verdad, el “casi” está de más, pues la pierna quedó temporariamente inutilizable: músculos y tendones arruinados por un largo tiempo cuya duración fue superior a un año completo. El animal protagonista del tremendo hecho no delictivo pertenecía a una vecina y cometió su salvaje acto mientras yo caminaba en paz por la vereda que era justamente la vereda de la propietaria del agresor.
Debido a una avería en la reja de la casa de sus propietarios, el animal logró salir a la calle, arremetiendo contra lo primero que vio moverse en las inmediaciones de sus fauces, por lo que hoy puedo decir que al menos en algo en esta corta vida fui el primero. Según la dueña del animal llamado Titán (hasta el nombre aterrorizaba), el perro nunca había mordido a nadie, ni tampoco a nadie volvió a morder después de mí. En síntesis, mi pierna presa del pánico fue lo primero y único que mordió durante el tiempo que le tocó vivir. Por consiguiente, puedo decir que entre las varias cosas que en esta vida he sido, fui asimismo la golosina de un enorme can que en paz descansa.
Hay quienes dicen con orgullo que fueron el primer y único hombre con el que su esposa estuvo en esta vida, en la cual hay parejas que terminan como perros y gatos. O como Titán y yo. Para esta categoría amatoria de la exclusividad no clasifico, pero puedo afirmar con absoluta certeza que para Titán fui el primer blanco móvil humano que hubo en su larga vida, pues, tal vez energizado por su violenta mordedura, vivió hasta los 16 años. Mi pierna le dio nutrientes fortificantes. A los pocos días del sangriento incidente, la vecina, intentado reparar el daño ocasionado por el comportamiento de su mascota, me hizo a manera de compensación una torta de dulce de leche, invitándome a disfrutarla con un rico vaso de Vascolet. Llegué a su dulce hogar (pues allí había sido hecha la torta), con hambre, pero también con una alta dosis de miedo, ya que apenas me acerqué a la reja que separaba mi cuerpo de los dientes del can bestial, este comenzó a mirarme con la ferocidad propia de un sicario listo para terminar su tarea apenas es enemigo se descuide. Me asustó la forma cómo miraba mi pierna izquierda, la cual salvó de ser destrozada pues, afortunadamente, los perros solo tienen una boca.
A pesar de que el ataque canino me dejó rengo por casi un año, despertando en mí un miedo sideral a todo animal que ladrara, así fuera un chihuahua, nadie en el barrio prestó demasiada atención al suceso. Un pequeño puñado de vecinos comentó que la culpa no la había tenido el perro, sino quien había construido la reja que facilitó su escapada. Hoy, analizando el caso en detalle, me alegro de que ninguno de aquellos vecinos fuera juez penal, pues con la lógica que empleaban para interpretar los actos violentos, cualquier asesino o narco proveedor quedaría inmediatamente en libertad y los únicos en ser hallados culpables serían los fabricantes de las armas utilizadas en el crimen.
Los vecinos me veían ir a la escuela rengueando, pero ninguno demostró empatía con el damnificado, tal vez porque para todos ellos, en aquel barrio donde nunca pasaba nada, el hecho de que un perro mordiera a una persona sin matarla no era una noticia lo suficientemente importante como para compartirla mientras tomaban mate amargo en chancletas en la vereda, o jugaban a la conga en el boliche de la esquina, donde un letrero advertía, ‘hoy no se fía, mañana si’, y que al poco tiempo cerró, pues al gallego le dio un infarto. Así pues, en esas circunstancias, la noticia de que el hijo de un buen vecino hubiera sido atacado por el perro de otro buen vecino pasó sin pena ni gloria. El suceso cayó pronto en el olvido. En verdad, otro hecho ocurrido casi al mismo tiempo apresuró la entrada al olvido colectivo de uno de los momentos más perturbadores y dolorosos de mi vida.
Días después de que Titán me confundiera con un hueso con carne, de esos ideales para un puchero con longaniza, uno de los vecinos, al cual, vaya casualidad, apodaban “hueso” por su delgada silueta, pasó a estar en boca de todo el vecindario pues, según decían quiénes de veras sabían, el hombre con apodo mantenía una relación amorosa con la vecina de la otra cuadra, esbelta, alta cuando usaba tacos, y voluptuosa, pero casada. Los chismes recorrían la manzana convertida en la de Eva, de la misma forma que los tsunamis recorren las playas del Océano Indico devastando todo a su paso. Los comentarios vecinales arrasaban con la vida privada muy íntima de los involucrados y también del tercero en disputa, quien se había transformado en la estrella invisible de la película, ya que todos hablaban de él simplemente por ser el marido desinformado de la mujer pecadora, adulta y adúltera.
En su momento sentí envidia del trío, por la sencilla razón de que los demás vecinos hablaban de ellos como si fueran parte de un importante secreto de estado; en cambio, nadie incluía en los chismes barriales que iban y venían el incidente que tuvo a mi maltratada pierna derecha como protagonista. Evidentemente, los seres vivos con cuernos generan mayor interés que los seres vivos con colmillos. Los amantes furtivos acaparaban toda la atención, y nadie en tres cuadras a la redonda volvió a hacer mención a Titán el perro ni a su presa menor de edad. Ya en ese entonces, las historias de amor, sobre todo las que incluyen un lado sórdido y promiscuo, despertaban más atención permanente que aquellas en las cuales hay víctima y victimario, pero, sin embargo, nadie muere ni engaña al marido.
Y miren cómo fue la cosa y el alto grado de sumo interés que generó dos kilómetros a la redonda el ‘affaire’, que, hasta mi abuela, casi siempre neutral en asuntos de pareja del vecindario, se sumó a la batahola verbal en torno al ‘affaire”, al cual el abogado que vivía en la casa de la esquina denominó, si mal no recuerdo, “no monogamia no consensuada”. Al enterarse de algunos detalles íntimos que habían permanecido ocultos hasta ese momento, mi abuela exclamó consternada, “¡Guau!”. Pareció el ladrido de Titán antes de tomar posesión de mi pierna.
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