Desde hace al menos 30 años el novelista peruano Mario Vargas Llosa aboga por la despenalización del consumo de drogas como forma de evitar que el narcotráfico convierta la vida en un infierno y se apodere de los Estados.
“Es absurdo declarar una guerra que los cárteles de la droga ya ganaron”, escribió en El País de España en 2010.
Habrá cultivo y tráfico de drogas mientras haya consumo. El problema no es policial sino económico y cultural. Son los consumidores quienes sostienen el tráfico. ¿Recuerdan lo que ocurrió en Estados Unidos en la década de 1920, cuando se prohibió el consumo de alcohol?
La represión encarece un poco el negocio, como un impuesto o un arancel; pero el narcotráfico siempre se abre paso corrompiendo personas, policías, jueces, periodistas y políticos, hasta apoderarse de países enteros. México es un ejemplo.
En cierta forma Vargas Llosa, de marcada ideología liberal, sigue al economista estadounidense Milton Friedman, un pope del liberalismo y otro premio Nobel, quien propuso en la década de 1970 despenalizar el comercio de drogas “blandas” para reducir el crimen y la corrupción que provocan.
Ese fue el espíritu que presidió la legalización de la producción y venta de cannabis por el gobierno de José Mujica a partir de 2013. Pero fue una solución timorata y estatista, con controles y registros de personas, muy al modo uruguayo, como si se pretendiese suplir la “ley seca” con bares atendidos por funcionarios públicos.
La marihuana producida bajo control estatal es insuficiente en cantidad y calidad, así como el número de farmacias que la venden, por lo que el narco conserva buena parte del mercado.
Una libertad parcial para producir, comerciar y consumir no es la solución. Holanda, un país que estuvo en la vanguardia de la liberalización a partir de los años ‘70, con una amplia tolerancia ante las drogas blandas, no legalizó la producción. Ese vacío ha hecho que los traficantes se apropien de amplias zonas del negocio. Holanda se ha vuelto opaca, casi un “narco Estado”, y algo parecido sufre su vecino Bélgica. Es de asombro.
En otras regiones del mundo, incluida una parte significativa de Estados Unidos, el negocio se dejó en manos privadas, como ocurre con el alcohol o el tabaco, con el Estado como fiscalizador y recaudador.
Durante 15 años de gobierno el Frente Amplio fracasó sistemáticamente ante el narcotráfico, pese a la lucidez y el valor de haber impulsado, aunque de mala forma, la liberalización del cannabis. Los delitos vinculados al tráfico aumentaron en porcentajes de dos y tres dígitos durante esos tres lustros. Y ahora los partidos que gobiernan en coalición liderados por Luis Lacalle Pou, otrora señaladores implacables de los fracasos de la izquierda en esa batalla, beben la misma cicuta.
Es turbador ver a la mayoría de los políticos de uno y otro partido, mediocres y mezquinos, pasarse la responsabilidad histórica. Nadie se va para la casa después del fracaso ni pide disculpas.
Centenares de jóvenes uruguayos se matan cada año por una esquina, por un cliente, por una deuda; mientras los líderes del negocio se enriquecen, y los pobladores de los barrios más ricos, consumidores o no, miran para otro lado.
El narco compra o acobarda a las instituciones. Es casi un hecho que ya ha perforado la reseca piel del Estado uruguayo. Policías y jueces deben aplicar leyes en las que no creen.
El narcotráfico es probablemente la peor amenaza para el sistema democrático y la utopía de la libertad.
¿Qué hacer? Será tema de otra columna de opinión.
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