A medida que avanza el siglo veintiuno, pareciera que el mundo real es cada vez menos real. Los bienes materiales se vuelven a cada instante más inmateriales y acaban por ser puro código, ceros y unos, criptografías, monedas que no existen, multimillonarios que tienen cuentas astronómicas en bancos ignotos sin sedes ni empleados. Hasta las vacas, nuestras gloriosas vacas, han pasado a ser un elemento más de ese mundo virtual de cuya existencia me siento con el derecho y la obligación de dudar.
Está por supuesto el mundo contante y sonante de los bombardeos, las invasiones y los muertos, pero esas horribles tragedias parecen perder peso ante la casi infinita persistencia de lo virtual. Una guerra se convierte en un videojuego y un criminal de guerra apenas si llega a ser un personaje de Marvel.
La llamada “hipótesis de simulación” o simplemente “simulismo” plantea que toda la existencia no es sino una realidad simulada por computadora. Más que una hipótesis suena a consuelo destinado a la resignación. Formulado originalmente por Nick Bostrom, el simulismo tiene en Elon Musk a uno de sus adalides, y ese no es un dato menor.
El mundo virtual produce a toda velocidad fenómenos sorprendentes. Uno de los más extraordinarios es el de las llamadas ciberestafas, que son aquellas jugarretas de algunos que prometen mucho dinero al instante, y que terminan por hundir en la miseria a miles de personas de la más diversa condición. Ocurre casi todos los días en casi todo el planeta. Según dicen los expertos del FBI, hasta los hackers de Corea del Norte se han avivado, aunque tengo para mí que deben ser menos creíbles los acusadores del FBI que los norcoreanos acusados. Al fin y al cabo, ese tipo de gambetas ilegales son un epítome bastante preciso del credo liberal-libertario que avanza como una plaga por el planeta: que cada quien atienda su juego. Unos ganarán y otros perderán.
El credo así lo indica. Hernán Díaz, en su extraordinaria novela Fortuna, lo explica con un lujo de detalles y sutilezas que por momentos resultan desoladores. Ese credo, puesto en práctica de muy diversas maneras, acaba por generar tumores bastante repugnantes, unas veces encarnados en ideas, otras veces encarnados en personas, casi siempre en ambas. Y son difíciles de extirpar.
Hasta en el Uruguay de la libertad responsable tenemos que lidiar con esas ensoñaciones virtuales. Resulta que hace pocos meses nos enteramos de que las vacas pueden no ser vacas sino apenas caravanas de identificación, registros de la DICOSE, bonos y compromisos y maniobras de remates y compras y ventas y recompras y reventas. El laberinto, a medida que pasa el tiempo, se vuelve más intrincado y costoso. El espejismo cuesta un dineral porque las vacas no aparecen.
El sentido común y cualquier razonamiento lógico llevarían cuando menos a sospechar de esta virtualidad económica global que, además, pende de los finos hilos de internet, la mayoría de ellos tendidos en el lecho oceánico. Un corte abrupto de esos hilos nos devolvería a la era de las alpargatas Rueda, las compras de fiado y las monedas de verdad. Un peso: mulita. Dos pesos: carpincho. Cinco pesos: ñandú.
Esos razonamientos, de apariencia tan lógicos y por demás prudentes, cargan con la maldición de lo anticuado y lo retrógrado, o peor aún: son considerados conservadores, término por demás insultante en los sofisticados ámbitos de los bitcoins y el Nasdaq. Pensar y decir que la economía global puede colapsar por una simple cuestión tecnológica es a estas alturas lo mismo que ser terraplanista, o creer que las vacas desaparecidas pastan tranquilas en alguna pradera, vaya a saber dónde.
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