A Manuel Arduino lo conozco hace más de 60 años. Él estuvo presente cuando yo nací. Y yo estuve presente cuando él llegó al mundo. Yo ya estaba. Ahora tenemos casi la misma edad. Digo casi, pues algo insólito pasó allá por los lindos años de los ochenta: sin darme cuenta, una tarde empecé a cumplir más décadas que él, quien comenzó a ganarme en el sabio arte de olvidarse de la edad postergándola, permaneciendo atrás de las cifras (hoy estoy pagando el pato). Fue rarísimo; fue como si él hubiera dejado de cumplir con las cuotas del tiempo, y yo no. Aunque Arduino ya casi no cumple años, cumple de manera excepcional con las exigencias de la imaginación literaria aplicada a la prosa sin fines noticiosos y con poco lucro.
Por más que en nuestro país lo leyó menos gente de la que veía el programa de Julio Sánchez Padilla (buen tipo, lo conocí, y me dio dos manos cuando necesitaba al menos una), Manolo sigue escribiendo y publicando de manera vertiginosa. En lo que hace, es un genio. Una noche veraniega, a principios de este siglo, en una cena en un restaurante en la Barra de Maldonado adonde nos habían invitado a cenar a raíz del festival de cine de Punta del Este, el finado crítico de cine Manuel Martínez Carril, con quien congenié rápido en lo que a gustos cinematográficos se refiere, me dijo que 200 Palestinas para un músculo (1976), de su tocayo Manuel, era uno de los mejores libros de la historia de literatura uruguaya. Cuánta verdad había en esa aseveración.
Es que Manolo, hincha fanático de Nacional y de Alto Perú, clubes de sus amores, escribe genial (el sustantivo genio y al adjetivo genial se llevan a las mil maravillas). Además, de manera bestial. Es una bestia, una máquina, un monstruo capaz de producir obra tras obra. A la hora en que el planeta reposa cansado, él está escribiendo otro libro tan voluminoso y excepcional como el anterior. Arduino descansa escribiendo. Mientras usted está intentando terminar de leer esta quizás brillante columna, en ese plazo temporal de parecidos y pronósticos reservados, Arduino puede terminar, con puntos, comas y subjuntivos bien usados, tres nuevos volúmenes. Pruebas al canto. En lo que va de este 2024, recién por la mitad, M. A. ya ha escrito y publicado los siguientes libros: Annie Besant. Invocaciones, Directorio de la invención pura y La mujer como modelo iniciático para la nueva dispensación jerárquica. La inteligencia artificial le teme.
Sus libros con títulos notables se reproducen como conejos, y son conejillos de Indias, experimentos de la mente alerta cuando le da por escribir palabras en el orden literariamente más bello y original, sin hacer diagnósticos ni caer en la trama estúpida de la ideología. Hasta antes de ayer, cuando a medianoche terminé de escribir esta columna, Arduino había publicado alrededor de 260 libros. Nadie en la historia de nuestro país se le acerca.
En páginas escritas y publicadas, Arduino es el infinito con diez dedos apretando el teclado desgastado de una vieja computadora que el autor ama como si fuera el amo. Su obra fue publicada en 16 países y traducida a varios idiomas de esos que la gente habla cuando quiere comunicar algo. Manolo es el secreto mejor preservado de Uruguay, además de la torta pascualina con varios huevos en su interior que hacía mi abuela Julia, alias Lala, quien se llevó a la tumba el secreto de la receta. Por lo tanto, Arduino es el único secreto todavía vivo y en actividad, aunque no sepa cocinar.
Desde hace décadas reside en un barrio popular de Buenos Aires. Nunca le pregunté por qué se fue a esa ciudad, cuyo obelisco me parece horrendo. ¿Se dan cuenta de cuántos miles de preguntas habríamos querido hacer en esta vida y nunca haremos? La próxima vez que lo vea se lo voy a preguntar: “Manuel, ¿por qué se fue a vivir al país de al lado?”. No lo veo desde abril de 2017, desde la vez en que me invitaron al festival de poesía de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, en donde compartí escenario con Mario Arteca, poeta de La Plata cuya poesía vale oro y que, si no es el mejor de la Argentina, está ahí entre los notables de ahora y de siempre.
Otro día, mejor dicho, en otra columna, si el tiempo y la vida me lo permiten, les contaré de Mario, porque hoy no es su día de estelaridad, sino el de Manolo, a quien por cierto no le gusta estar en la misma columna con gente que desconoce. Manolo, digo, estaba en la audiencia esa tarde, y luego fuimos a tomar algo a un boliche en las inmediaciones, ahí en Palermo, con sus árboles y semáforos. Él tomó una bebida refrescante oscura inventada en Atlanta y yo, un té originario de Ceylán, país asiático hoy llamado Sri Lanka en el que además de excelente té negro —tan bueno como el Oolong chino secado al sol— hay mansas y cariñosas mangostas (Pablo Neruda tuvo una de mascota que, de tan pegada que era a su dueño, lo seguía a todas partes).
Hacía años, décadas, que no veía a Manolo. Por lo tanto, fue un reencuentro emocionante, lleno de efectos afectuosos, de palabras, de nostalgia neutralizada, de vidas aparte contadas a solas. Cuando después de mucho tiempo uno vuelve a ver a amigos de los años jóvenes que fueron los de mayor felicidad, es menos conflictivo para el alma y la mirada que cuando se reencuentra con una amiga o amigovia. Me parece, no sé, pero así lo siento. Es más fácil ver de cerquita a un amigo furiosamente envejecido por la vida que a una amiga cuando llega al umbral de la vejez cargando arrugas nacidas para ser su principal enemiga. Las mujeres siempre han sido la belleza de algún modo, y a los amigos, en cambio, compañeros fieles a la hora de gritar un gol en la tribuna Ámsterdam, nunca los vemos con ojos estetizantes.
A Manolo esa vez en Palermo lo noté impecable, pero con el pelo blanco, como si de un edificio le hubieran tirado un balde de nieve en la cabeza. Me contó de su vida, de los dos taxis gasoleros que llegó a tener en Buenos Aires y que fueron su bancarrota absoluta, de su esposa Mercedes, argentina, ángel de la guarda siempre en guardia, jubilada del subte bonaerense, y de lo rica que es la pizza en un bar cercano a su pequeño apartamento en el barrio de Caballito, donde está ubicada la cancha de Ferrocarril Oeste, mítico club de futbol porteño que desde hace décadas milita en la B sin poder subir.
De pronto, cuando estábamos por despedirnos y la nostalgia entraba por la puerta principal que daba a una calle cuyo nombre no recuerdo, Manolo sacó algo voluminoso de una bolsa de supermercado. Pensé, pensé convencido, de que iba a darme una lechuga gigante o un atado de zanahorias, sabiendo lo mucho que me gusta la sopa de verduras. Sin embargo, mi presunción resultó equivocada. Me regaló unos libros de su autoría que leí completos en el interminable viaje de regreso al pueblo lejano donde resido rodeado de campesinos y de sinos indescifrables. Ahí, en el aire alto de la libertad celestial, más alto que ningún otro sitio, las horas se pasan volando.
Afortunadamente, no me regaló su gigantesca obra completa; de lo contrario, yo habría tenido que pagar miles de dólares por exceso de equipaje, y odio endeudarme más de lo mucho que ya estoy. Todo tiene su límite. Uno puede hacer cualquier cosa por los amigos, pero sería incapaz —yo al menos— de vender la linda casita que tanto me costó pagar a plazos, solo para poder traerme de lejos miles de páginas de libros, pues hoy en día en los aviones a los kilos de sobrepeso, aunque sean material de lectura, los cobran carísimos.
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