Una de las mujeres que más me impresionó cuando hice de la lectura mi actividad central en aquellos duros de tiempos de reclusión fue Margaret Mead (1901-1978). Recuerdo que saqué apuntes de sus textos y los fui acumulando en un cuaderno junto a otros antropólogos tan geniales como ella; me refiero a Franz Boas y a Claude Lévi-Strauss.
Poco después del plebiscito del 80, como consecuencia de una requisa estilo “tornado” que hicieron en mi celda dos oficiales del Ejército, perdí todo lo escrito de mi puño y letra. Entre tantas cosas, se esfumaron 30 cuentos y una novela. Sin embargo, en la memoria guardé una frase de aquella excepcional antropóloga norteamericana que, palabras más, palabras menos, reza así: “La vida cambia tan rápido que nacemos en un tipo de mundo, crecemos en otro, y para cuando nuestros hijos crecieron, vivimos en otro diferente”.
Confieso que por entonces me creía un fiel representante de esos cambios, aunque apenas contaba con unos 25 años, no tenía hijos y, menos aún, estaba en condiciones de imaginar lo que vendría después.
Junto al triunfo de la Revolución sandinista (julio de 1979) me quedó grabado un artículo de una revista científica donde se describía cómo dos jóvenes norteamericanos se habían propuesto hacer del computador un electrodoméstico más. En mi memoria, la computadora era una armatoste grande que clasificaba automáticamente la cebada en la fábrica Norteña, y la administración la mostraba con cierto orgullo durante la semana de la cerveza. Por supuesto, dicho portento en nada se asemejaba a una licuadora o a una aspiradora.
Sin embargo, ocho años más tarde de aquella lectura donde Steve Jobs y su tocayo Wozniak defendían su Apple II, tuve oportunidad de sentarme frente a un Macintosh 512 y recordé a Margaret Mead: el mundo iba a cambiar definitivamente. ¡Y cuánto!
En lo personal, a comienzos de los 90, el desafío fue instalar una red appletalk/ethernet en el semanario Búsqueda. Al año siguiente me deslumbró la primera conferencia que mostraba las cualidades de internet y, sobre todo, el gran invento del científico británico Tim Berners-Lee, quien creó el primer sitio Word Wide Web (www), logrando de una manera intuitiva, atractiva y potente una revolución en el soporte de las comunicaciones, a tal punto que, 30 años más tarde, más de la mitad de la población mundial lo usa a través de 1.900 millones de páginas web (datos de 2021).
En el siguiente milenio (2003) surgen los aparatos de reproducción de música MP3 (iPod) y las tablet. Luego los teléfonos móviles inteligentes (Blackberry) y el iPhone, que transforma las comunicaciones para siempre. Sin quererlo, todos nos volvimos corresponsales de la realidad. Todos pudimos transmitir noticias y pseudo noticias, ideas y prejuicios. Todos nos transformamos en fotógrafos y redactores, y hasta en cineastas en algunos casos. A los potentes buscadores se les sumaron robustas bases de imágenes y de videos, y el vanguardista mensaje de texto dejó lugar al WhatsApp y a las redes sociales.
Barack Obama fue el primer candidato que usó el SMS para financiar su campaña electoral. Donald Trump ganó las elecciones contra todos los grandes medios de comunicación gracias a un uso tramposo de Facebook. A Jair Bolsonaro, en su momento, le bastó con apoyarse en WhatsApp para hacer su campaña maniquea y triunfar en las elecciones presidenciales. Javier Milei y su equipo recurrieron a una aplicación pensada inicialmente para adolescentes, como TikTok; y así vamos navegando en la era digital entre falsos mesías y guerras localizadas, donde la verdad parece importar poco y la vida de los niños menos aún.
Sin embargo, existe el uso correcto y productivo de las nuevas tecnologías, en las que el conocimiento se brinda generosamente, como es el caso de Wikipedia, o las decenas de libros gratuitos que se ofrecen en bibliotecas digitales. Hoy es posible participar de conferencias a distancia a bajísimo costo e, incluso, estudiar cualquier materia que nos interese. Hoy, en suma, es posible avanzar, aunque todo cambie y no podamos siquiera imaginar el mundo que vendrá. Porque, como dijo Margaret Mead, una vez más: “La vida cambia tan rápido que nacemos en un tipo de mundo, crecemos en otro, y para cuando nuestros hijos crecieron, vivimos en otro diferente”.
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