Cuando muere alguien, al tiempo, ¿realmente le importa? Las horas siguen trascurriendo como si nada, para demostrar que la nada tiene efecto inmediato. La memoria es el tiempo dedicado a los seres humanos que han pasado a residir en fotografías audiovisuales, salvadas de la extinción por eso llamado ‘recuerdo’, y que no siempre sabe bien qué es lo que recuerda. ¿Es tan así el accionar de la memoria, o la que realmente recuerda es la imaginación, interviniendo, cambiando, haciendo dudar? Bien sabemos: todos los días fallece gente que hasta entonces estaba viva. Alguna es recordada con destaque en los medios informativos, otra va directo a la sección de avisos fúnebres, donde temprano o tarde todos tendremos reservado un boleto en el último tren de medianoche que, si la suerte acompaña, tendrá destino al cielo, no el que surcan pájaros y aviones como cóndores con viajeros dentro, sino aquel donde mora San Pedro y, espero, todos mis familiares y mascotas, a los que planeo ver de nuevo algún día.
Tal como el cine y la literatura han dejado constancia, no todas las culturas viven la muerte de igual manera. Para los griegos, tan de Eurídice y Antígona, es ritual de lamentaciones afines al histrionismo; para los españoles, verdugos de toros en desigualdad de condiciones, morir es un drama capaz de contener al mundo en una metáfora (“Murió el poeta lejos del hogar. / Le cubre el polvo de un país vecino. / Al alejarse le vieron llorar”); para los uruguayos, hijos de la diáspora española, italiana y judía, jardineros del árbol genealógico de la tristeza, una alabanza a la nostalgia (pasatiempo nacional) por la juventud ausente; para los mexicanos, magnífica ocasión para celebrar el 1º de noviembre comiendo el delicioso pan de muertos (“todo cabrá en un instante / y será posible acaso / vivir, después de haber muerto”) y, para los anglosajones, guerreros acostumbrados a vivir de batalla en batalla cavando tumbas como topos bélicos, morir es un gesto épico del destino, al cual la poesía enaltece (“Cuando Mama murió / Pensé: ahora tendré un poema sobre la muerte”). Son genios, capos, en esto. Su filosofía está sintetizada por este parlamento al final de La última noche de Boris Grushenko: “Hay cosas peores en la vida que la muerte. Si alguna vez has pasado una noche con un vendedor de seguros sabes exactamente a qué me refiero. La clave aquí, creo, es no pensar en la muerte como un fin, considérelo más bien como una forma muy efectiva de reducir tus gastos”.
En la manera de reportar el fallecimiento de figuras públicas, del ramo que sea, a los anglosajones nadie les gana. Dos de los mejores diarios del mundo, The New York Times y The Telegraph, transformaron al ‘obituario’ en género literario. No son ‘avisos fúnebres’ (detestable expresión, pues la muerte no avisa ni es aviso comercial como los de Coca Cola, la chispa de la vida); son epopeyas para hablar con altura literaria del luto y del duelo, para que así el difunto sobreviva en lo que escriben de él, con palabras sabias alusivas a una vida bien o mal vivida, a la derrota de la continuidad. La sección obituarios en ambos matutinos tiene tanta o mayor importancia que la sección política o deportiva. La del Telegraph, en ocasiones formalmente fenomenal, es un homenaje a la vida que pasó a pertenecer al lenguaje y al recuerdo. Hasta para decir adiós sirve escribir bien. Hay más de un libro de recopilación de obituarios que ahora mismo me animo a recomendarles, de lectura obligatoria para todo aquel que quiera hacer periodismo con calidad literaria, esto es, tal cual debería hacerse siempre: The Very Best of the Daily Telegraph Books of Obituaries y The New York Times Book of the Dead: 320 Print and 10,000 Digital Obituaries of Extraordinary People.
Cuando fui editor de la por entonces muy leída sección de un diario uruguayo, y donde creo haber aportado un granito grande de arena, traté de enseñarles a los periodistas jóvenes a escribir obituarios. Con mayor frecuencia de la deseada debía reiterarles, con indicaciones al pie de la letra: no se puede publicar un obituario que no informe detalladamente de las causas de la muerte (decir que había fallecido por ‘causas naturales’ es inexacto), edad de la persona, las circunstancias del deceso; al expirar, ¿lo acompañaba alguien, donde ocurrió, en su casa, en un hospital, tras un accidente, en circunstancias normales, estaba bajo tratamiento médico, fue de improviso? Algunos periodistas se sorprendieron por mi insistencia, a la cual justificaba repitiendo algo inobjetable: un obituario bien escrito puede convertirse en la noticia más leída del día, asimismo, en una con blindaje contra la indiferencia. Qué ironía: la muerte bien reportada de alguien hace que la noticia perdure, que no muera con el cambio de fecha. Una de las mejores plumas del periodismo uruguayo que he conocido, Andrea Coppes, escribió su tesina de literatura en la Universidad de Montevideo titulada, “El ethos y la presencia de la muerte en las columnas de Eduardo Espina”. Mientras la leía, recordé que vivir es prepararse para ser algún día recordado.
Hoy iba a hablar sobre el fallecimiento de Eric Carmen, genio pop, admirado por John Lennon, Bruce Springsteen, y quien esto escribe, a los 74 años, en su casa, en Cleveland, Ohio, mientras dormía (su esposa no informó de las causas), pero no. A cambio, dejo que un video musical lo recuerde en la cima de su arte, ethos de eternidad, joven, invencible, librado de la edad y del olvido, como los seres salvados que ya llegaron a otra parte.
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