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Contenido creado por Gonzalo Charquero
Zona franca
Foto: Gastón Britos/FocoUy
OPINIÓN | Zona Franca

Diálogo con un pastabasero sobreviviente de la calle

En sus andanzas, llegó a fabricar un sable de samurái para defenderse.

Por Fernando Butazzoni

27.03.2025 16:30

Lectura: 5'

2025-03-27T16:30:00-03:00
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Un tipo de rostro serio y algo sombrío se dispone a contarme su historia de pastabasero sin hogar, de la cual zafó hace poco. Tiene algo menos de cuarenta años pero por momentos parece que tuviera trescientos, como una bestia antigua que, por ahora, permanece en reposo. A veces, por el contrario, se asemeja a un niño que desborda inocencia.

Es una tarde cualquiera y los dos estamos en una casa elegante, que no le pertenece a él ni a mí. Nos hemos instalado en unos cómodos sillones, en una cuadra tranquila de un barrio muy respetable: nada de tiroteos ni de calles de tierra ni de problemas de saneamiento. En esta zona de la ciudad todo es armónico, cuidado. Se supone que cada quien paga sus impuestos y listo. Los dueños de casa andan por ahí, dan vueltas, nos dejan la oportunidad de conversar a solas.

Los motivos de esta charla no puedo revelarlos por ahora, pero estoy convencido de que vale la pena intentar este acercamiento. Tengo frente a mí a un delincuente que fue también un consumidor frenético de pasta base, de cocaína, de marihuana. Un tipo que hizo calle, trabajó de cuidacoches, estafó con tarjetas de crédito, vendió drogas, robó, deambuló armado por la zona del centro, recibió algunas palizas. Llegó a fabricar un sable de samurái para defenderse, usó una botella con nafta y un encendedor Bic como arma disuasoria, durmió en portales, comió de la basura, huyó una y otra vez.

Un sobreviviente. Esa palabra le gusta: “Yo soy un sobreviviente”, dice. Su vida era eso, hasta que hizo clic. Fue un momento en el que comprendió que no podía más. La calle le torció el brazo: reventado a golpes, mugriento, muerto de hambre, hediondo, pidió ayuda y aquí está. “Limpio por ahora”, dice. Hace un año que no consume. Aprovechó la oportunidad. Todavía está en eso.

Ha sobrevivido a la droga y a la desesperación de la abstinencia. Pero, más que eso, ha sobrevivido a la calle, a la vida sin hogar, a la intemperie de la ciudad, a los “perros” que trabajan para el narco, a la Policía que hace la vista gorda, a la invisibilidad de nosotros, los otros. Y también pudo sobrevivir in extremis a sus propios impulsos autodestructivos.

No es una persona complaciente y eso me agrada, aunque me cuesta despegarme del recelo que genera su historial de sordidez y violencia. Parece manso, pero también algo díscolo. Y sospecho que debajo de esa mansedumbre se oculta una fiera. Describe su paso por aquel infierno con palabras sencillas, potentes: “La calle es una selva. Hay de todo y a todo tenés que enfrentarte con inteligencia”.

Repite una y otra vez que la calle no es para los guapos, sino para los inteligentes. Hace gala de eso, pero lo cierto es que muchas decisiones que tomó en el pasado denotan poco discernimiento, como si esa inteligencia que ahora pregona solo fuera capaz de usarla para sortear un peligro inmediato y no para planificar un futuro.

“Una vez me la venían a dar. Yo me había mandado una cagada. Eran tres, tenían revólveres. Fue a media mañana, así que arranqué para la feria que estaba en la otra cuadra. Me metí entre la gente, ellos me seguían y yo estaba seguro de que, si me alcanzaban, me la daban a pesar del gentío, de los verduleros, de los niños que por ahí andaban. Porque a los perros no les importa nada, ni testigos ni cámaras ni policías. Eso es así: si te la van a dar y pueden, te la dan, pase lo que pase. Entonces corrí, me escondí, me metí entre los puestos, fui hasta el final de la feria y los perdí de vista. ¿Volverían? Seguro que sí, pero ya vería yo qué hacer cuando volvieran”.

Por razones obvias no puedo revelar ninguna seña que delate su identidad, aunque él me aclara en varias ocasiones que no tiene problema con eso. Le explico que durante la charla me ha confesado varios delitos graves, que los cometió hace poco tiempo y que aún no prescribieron: si doy su nombre, va preso. “En cana”, dice y se ríe. Es una risa de niño y también de bestia. No sé qué pensar.

Nos quedamos en silencio unos minutos. De la parte de atrás de la casa llegan voces, pero no se entiende lo que dicen. El tipo ahora tiene la mirada perdida. Sonríe y después me mira. No siento lástima sino compasión, por él y por mí. Como cualquiera, creo que merece una oportunidad. Y pienso que nuestro encuentro debe ser contado apenas como un retazo mínimo de la vida que tenemos los unos y los otros, él y yo, tan niños, tan bestias, tan humanos.

Por Fernando Butazzoni