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Contenido creado por Paula Barquet
Zona franca
Archivo / Gerardo Carrasco
OPINIÓN | Zona franca

De cero a cien en siete miserables segundos

La triste realidad es que él no tiene ningún apuro. Es la adrenalina, dice.

Por Fernando Butazzoni

03.01.2025 13:41

Lectura: 5'

2025-01-03T13:41:00-03:00
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Me siento con todo el derecho del mundo a preguntar por qué ese hombre (alrededor de cincuenta años, lentes oscuros) maneja una camioneta de reparto como si fuera un bólido de Fórmula Uno por la avenida del Libertador, rumbo norte, un día hábil de verano a las cinco de la tarde, casi a finales del año. Lleva la ventanilla baja, la radio encendida a todo volumen y por si fuera poco va hablando por teléfono. En los semáforos frena a muy pocos centímetros del automóvil que va adelante y, en cuanto puede, toca el acelerador y obtiene una fugaz delantera que, de forma inevitable, perderá en el siguiente semáforo con otro vehículo. Pero tal vez la pregunta más extraña y sin respuesta es por qué ese conductor lleva de acompañante a un veterano con una fobia insanable por el tránsito urbano. O sea: un servidor.

Él se dedica a distribuir repuestos para un importador. Filtros, actuadores hidráulicos, bombas de aceite, esas cosas. Pero su pasión es la camioneta que maneja, que no es suya sino de la empresa. Con frecuencia me ha contado detalles de sus aparatosas maniobras automovilísticas, se mofa de los conductores prudentes, dice con evidente satisfacción que el tránsito en Montevideo es la ley de la selva. Ama esa camioneta. Me comenta que la ha retocado por su cuenta y a escondidas: así como la ves, de cero a cien en siete segundos. No es mi amigo pero lo aprecio y nos tenemos confianza, así que un día digo basta: le pido para acompañarlo en uno de sus repartos. Quiero ver cómo es eso. Me mira incrédulo, pero los ojos le brillan con un placer adelantado por la imaginación.

Aquí estamos. El hombre de los lentes oscuros logra una buena ubicación al llegar a los semáforos de la circunvalación del Palacio. No es una pole pero él me explica que, con un poco de suerte, logrará acelerar y pasar por un hueco que apenas si ha quedado entre un ómnibus de Buquebus y una Fiorino blanca. Es de un colega, dice y señala con la cabeza la Fiorino. Deberá esperar la luz verde. Colega las pelotas, agrega. Se ríe. Allí hay un contador de segundos para los peatones que, según me informa, siempre usa como referente. Tres, dos, uno. Cambio de luces, arrancan todos: allá va él, primero siempre.

La maniobra es arriesgada, pero el hombre de los lentes oscuros lo consigue. Toma la rotonda, al principio parece que utilizará el carril interior, tal vez para transitar la circunvalación. Pero no: de pronto se cruza de carril, mete un pique justo cuando el semáforo de Fernández Crespo cambia de luces y entonces se mete en el carril exterior, el que lo llevará, se supone, hasta San Martín. Debe de haber cometido tres o cuatro infracciones de tránsito en un par de segundos.

Le hace una finta a un camión de Coca-Cola. El conductor del camión saca la cabeza por la ventanilla y lanza un insulto, pero el hombre de los lentes oscuros sonríe y le muestra el dedo medio de su mano izquierda Se aleja rápido, sortea la curva de la plaza Primero de Mayo, ese adefesio instalado frente a los mármoles del palacio, pasa por el costado de la facultad de Medicina, sigue hasta San Martín, dobla a la derecha. Por momentos habla solo, pero eso es lo de menos. Creo que no recuerda que viajo a su lado.

La paciencia no parece ser su fuerte. En una esquina se entrevera con otro auto, un Honda último modelo. Los dos deben frenar. Un chico de Pedidos Ya ha colocado su motocicleta delante, lo cual irrita sobremanera al conductor ansioso. Debe ser venezolano, dice. Lo insulta, gesticula y por algún motivo abre la guantera de la camioneta. ¿Un arma? ¿Una identificación? Yo, que voy de ocasional acompañante y ya casi cómplice contra mi voluntad, no tengo idea.

El atasco dura apenas un par de minutos. El motociclista hace malabares y sale en punta, perseguido de cerca por el hombre de los lentes oscuros, que ha cerrado la guantera sin sacar nada de ella. Así llegan al desvío de la avenida Millán. El de Pedidos Ya dobla, nuestro vehículo sigue, hace sonar la bocina para que una peatona apure el paso en una cebra, vuelve a picar, dobla en una esquina a la derecha, luego de algunas cuadras dobla en otra a la izquierda, todo marcha bien, consulta la hora, no tiene apuro.

La realidad, la triste realidad, es que no tiene ningún apuro. Lo confiesa sin pudor: es la adrenalina, dice. Un poco de adrenalina después de soportar al dueño de la casa de repuestos, al jefe y al subjefe y al novio de la hija del gerente. Lo suyo son los fierros, por eso anda a full, al mango, a todo trapo, aunque sea para no llegar a ninguna parte o para llegar a un taller cualquiera, un lugar que para él es como ninguna parte.

Dice, porque está a punto de cruzar Propios en un cruce sin semáforos, que esa es brava y por lo tanto divertida: camiones con acoplado, otros con enormes contenedores refrigerados, ómnibus interdepartamentales, vehículos lujosos (de alta gama, dice). Allá va, se arriesga, no tiene una buena visión de la derecha, hunde el acelerador, hay un chirrido de gomas, la camioneta sale catapultada, cruza Propios con éxito, sigue de largo, sudo, mi corazón resiste. Luego de unas vueltas por fin enfila por Burgues y viene la calma. Es agradable esa parte del recorrido, hay poco tránsito, un par de curvas, un cuartel de lo más prolijo. Luego está el cantero de Hum y la entrada al cementerio del Norte.

Esta vez el hombre de los lentes oscuros sigue de largo.

Por Fernando Butazzoni