Pocos días antes de las elecciones nacionales comencé a leer un libro que me sacó de la coyuntura. No me quejo, al contrario. Sumergirme es esa lectura fue como recibir una bocanada de aire fresco. La campaña electoral pasó a un plano secundario mientras recorría las páginas de una obra muy singular.
Eduardo Galeano solía decir que un buen libro tiene que ser esencialmente bello, tanto como objeto como por su contenido; en este caso, la obra que me ocupa cumple con creces ese requisito. El mérito está no solo en el texto formidable que contiene, sino en que también se nota un equipo editorial sólido: edición, diseño e ilustraciones se conjugan y refuerzan el arte de la autora.
En estos tiempos donde la frivolidad suele ser el tono de muchas expresiones, donde la información toma la forma de espectáculo permanente y el entretenimiento es la regla suprema; donde, según expresión de Bob Woodward, “la cultura de la basura” invade todos los terrenos, es grato encontrar un texto honesto, descarnado, agradecido y, por si fuera poco, bien escrito.
Lo curioso, además, es que esta confesión sincera hecha libro adquiere la dinámica de su oficio: las frases giran, saltan, vuelan y se estiran como ella lo hizo mil veces sobre los escenarios. Su texto, por momentos, se contagia del divertimento de “Cascanueces”, en otros pasajes derrama las virtudes musicales de “Carmen” o replica, en otro lenguaje, la intensidad de la partitura de Bela Bartok en “Un tranvía llamado deseo”. La música es cómplice a lo largo de los capítulos: ritmos, secuencias y sorpresas salpican, murmuran y hasta revelan secretos.
“Renuncio a ser la primera bailarina perfecta —escribe la autora—. Seré desfachatada. Dejo las medias rosadas y los pies sangrientos. La impunidad y la pulcritud de las princesas junto a su virginidad. Dejo la esperanza de ser salvada. Dejo también la sonrisa eterna de Mona Lisa, la cambio por una carcajada orgásmica, despeinada y con maquillaje corrido. Bienvenidas las tortas fritas y las galletitas surtidas, las tardes en la rambla. Dejo el olor a pata de las zapatillas de plástico en punta y, con ellas, el placer que me produce el dolor en la punta del dedo gordo. Renuncio a vestirme de gala y volver en Uber. Me deshago de las tangas color piel sin costuras y de la marca del bretel transparente surcando mi hombro. Las pestañas postizas y el ardor de su pegamento en mi ojo sudado. La caspa en el pelo de tanto gel. Chau al moño que atrapa y encarcela mis ideas liberales. Me despojo de aguantar y aguantar, de no hablar; quiero contestar, voy a decir todo lo que pienso. Como un vómito desenfrenado, un tsunami de mugre que chorrea un tutú paraguas. Unas piernas llenas de lodo, unas piernas de una garza nueva, solitaria, que vuela lejos, que sabe cómo sobrevivir en las puntiagudas rocas”.
Cuando uno se encuentra con un texto como el citado arriba no se puede negar que la autora ha dejado parte de un arte, el ballet, para retomar otro: la literatura, un medio tan expresivo y potente como la danza.
La obra se titula After Ballet, y está acompañada de un sugerente subtítulo: “La imperfecta vida de una bailarina”. Hasta el 31 de agosto pasado su creadora fue la primera bailarina del elenco del Sodre y durante aquella espléndida función nada hacía sospechar que esa figura descollante de la danza, llamada Rosina Gil, se había convertido en una escritora potente y lúcida, capaz de analizar su pasado y aventurarse al futuro con la entereza que trasmiten sus textos.
El tiempo no es lineal —escribe—, nada se detiene, todo pasa, todo se mueve y baila. Ya me despediré de la danza cuando me muera (…).
Y en otro pasaje confiesa:
Si morir es dejar el cuerpo, no lo quiero dejar.
Cómo lo voy a dejar si me dio lo mejor, todo el placer, me hizo hablar.
(…)
¿Cómo voy a vivir sin mi cuerpo bailando?
Estas parcelas de intimidad, de realidad y arte tendrían que ser el espejo para otras actividades como la educación, la producción y la política. La honestidad de la autora, su entrega, sus contradicciones y el intento diario de superarlas, son ejemplo a seguir. Por eso hago mías algunas de sus oraciones que dicen así:
Que honre las decisiones que un día me generaron arrepentimiento.
Que cada dolor sea como la cicatriz de una batalla ganada.
(…)
Que corone la disciplina como cómplice de todas mis liberaciones.
(…)
Que ni con el cuerpo quieto me haya traicionado…
Vale.
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