Hace pocos días llamó mi atención una publicación de Gerardo Torres Muró: “¡Menos Sapiens y +Humanus por favor!”. Allí pone de manifiesto la aceleración de los cambios en diversas dimensiones de la vida moderna, como la interacción de la tecnología, el acceso a la información y la conectividad global. Sin embargo, es cuestionable el grado de avance emocional en comparación con los desarrollos materiales. Esta reflexión no solo nos recuerda la brecha entre el progreso tecnológico y nuestra humanidad: también nos lleva a repensar el rol de las empresas en la vida de las personas.
El concepto de la “empresa emocional”, desarrollado por Andrés Cisneros Enríquez en su libro Neuromarketing y neuroeconomía, es una propuesta para que las marcas sumen a la venta de productos y busquen establecer relaciones auténticas con quienes vaya a servir. Cisneros defiende que el éxito de una organización moderna depende de su habilidad para entender y atender las motivaciones y demandas profundas de sus clientes, no centrándose únicamente en los atributos racionales de un producto.
Aunque durante décadas se asumió que los consumidores actuaban racionalmente, comparando precios y tomando decisiones objetivas, la neurociencia ha demostrado lo contrario. Nuestras decisiones de compra están moldeadas por emociones, prejuicios y experiencias previas. Herbert Simon, con su teoría de la “racionalidad limitada”, y Daniel Kahneman y Amos Tversky introdujeron el término “sesgo cognitivo”. Este concepto muestra que las decisiones no solo responden al análisis lógico, sino que reflejan nuestras aspiraciones, identidad y sentido de pertenencia.
Cuando las marcas logran comprender esta dimensión emocional del consumo, pueden conectar de forma más profunda con su audiencia. Perciben y comprenden a los clientes como personas con deseos y motivaciones. Así, el producto deja de ser solo un objeto para convertirse en un símbolo que representa un estilo de vida, una creencia o incluso un recuerdo.
Cisneros explica que esta visión es una ventaja competitiva clave en un mercado saturado. Mientras que las organizaciones tradicionales buscan diferenciarse por precio o características, las empresas emocionales destacan por hacer sentir a los consumidores que forman parte de algo más grande, alineado con sus valores y emociones.
Para conectar genuinamente con el cliente, las organizaciones deben ser auténticas en sus valores. Las personas detectamos con rapidez la falta de coherencia. Si una empresa promueve un mensaje en sus campañas de marketing, pero sus prácticas son contradictorias, pierde credibilidad. Por el contrario, las marcas que se mantienen fieles a sus principios y actúan con transparencia logran construir una base de consumidores leales y comprometidos.
El neuromarketing es una herramienta clave para la empresa emocional. Al estudiar las respuestas emocionales y cognitivas de los consumidores, las marcas pueden diseñar campañas y productos que se alineen con sus expectativas más profundas. En este sentido, los consumidores no ven a la marca como un proveedor, sino como un reflejo de sus propias emociones y metas.
La era de la racionalidad está dando paso a un tiempo en el que las emociones son el núcleo de las decisiones de consumo. Tal como destaca Cisneros Enríquez, la transformación hacia la empresa emocional no es solo un cambio de estrategia comercial, sino una respuesta a la evolución de las expectativas de los consumidores.
Comprender esta nueva dinámica y adoptarla en la estrategia competitiva puede ser una ventaja significativa en un mercado cada vez más competitivo. Al final, la diferencia entre una empresa convencional y una emocional es su capacidad para poner a las personas en el centro y entender que, en el fondo, todos valoramos las experiencias significativas en nuestra vida.
Y como plantea Gerardo Torres Muró, “¡Ojalá algún día nuestra especie ‘Homo Sapiens’ evolucione a ‘Homo +Humanus’, a la par de lo que lo han hecho nuestros avances tecnológicos!”.
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