Quizá en un tango 20 años no sean nada. En la vida, el doble —40— es una barbaridad. A los 30 el caballo corre tan rápido que no deja huellas. A los 70 sale cada vez con menor frecuencia del corral. A comienzos de diciembre de 1984 yo era el tipo casi más feliz del mundo. Literal y realmente, no tenía un peso, pero tenía todo el tiempo del mundo para leer y escribir. Lo poco o casi nada que ganaba era tan mínimo que de noche debía apagar la calefacción para poder solventar la cuenta eléctrica a fin de mes. O pasaba frío, o me desalojaban. A partir de la primera semana de octubre, St. Louis, Missouri, ciudad natal de cuatro de los artistas más geniales que dio Estados Unidos —el poeta T. S. Eliot, el dramaturgo Tennessee Williams, y los músicos Chuck Berry y Miles Davis—, es helada, con las cosas buenas y malas que puede tener el frío, el cual, en esa parte del mundo, con el río Mississippi como testigo omnipresente, suele venir acompañado de nieve y de una helada humedad que penetra los huesos, sobre todo cuando uno tiene que caminar unas cuantas cuadras para llegar a donde debe ir, y llegar.
Hacía frío en aquel diciembre sin dólares ni calefacción, aunque también sin preocupaciones mayores, salvo la de la diaria supervivencia. Y mientras caminaba sintiendo el gélido viento en la cara, oí de pronto el sonido de una canción cuyos acordes salían del fondo de una disquería —aún existe, hoy dedicada a discos de colección—, los cuales atrajeron mi atención, haciéndome olvidar, en los breves instantes que dura el tema, que mis manos y mis pies se estaban congelando. Me quedé parado pues era una canción infrecuente, repleta de voces reconocibles. Reconocí enseguida la de Paul Young, Boy George, George Michael, Simon Le Bon, Sting, Bono, el ritmo sincopado de los palillos de Phil Collins en la batería. ¿Pero qué canción era esa, nueva, recién estrenada para hacer temblar de emoción al metrónomo, o era una antigua que nunca había escuchado?
Entré al enorme local y le pregunté a uno de los dueños, a quien conocía bien pues en los ratos libres que tenía, cuando carecía de dólares para ir el cine o cualquier salida que costara dinero, entraba al local para enterarme de las novedades y de paso escuchar la música que de 9 de la mañana a 9 de la noche irradiaban con afán promocional, y que por su excelencia no coincidía con los cánones de los gustos comerciales de las radioemisoras. El propietario, fanático como yo de King Crimson, me informó de lo que se trataba. En mi bolsillo tenía 5 dólares, cantidad que representaba mi almuerzo y cena de ese día. Puedo sobrevivir sin pan ni fiambre, aunque no sin música. Compré el disco y salí a la avenida sintiéndome victorioso, como si me hubieran dado una medalla o algo por el estilo. Ese fue el único disco que el magro presupuesto me permitió comprar ese mes, hace hoy 40 años, en un diciembre con muchos menos años encima que el actual. De mi vida anterior, lo que más extraño es el pasado lleno de futuro.
En su genial libro I Remember, Joe Brainard escribió: “I remember after opening packages what an empty day Christmas Day is” (Recuerdo que después de abrir los paquetes, el día de Navidad es un día vacío). A 15 días del arribo del ‘día vacío’, aquel martes 10 de diciembre de 1984 decidí autoregalarme la versión extendida de “Do They Know It's Christmas?” (“¿Saben que es Navidad?”), de siete minutos de duración, a pocas horas de haber salido a la venta, quedando endeudado, sin cash para comprar dos sándwiches de jamón y queso en lugar de uno. Puesto que era temprano de mañana, sentí un carácter pionero en mi decisión de comprar un disco que deshonraba la monotonía del diario vivir, en una época musicalmente única, como pocas. En la posdata de la guerra fría, en las radios sonaban a cada rato “Wake Me Up Before You Go-Go”, de Wham!, “Out Of Touch”, de Hall & Oates, “Like A Virgin”, de Madonna, y “Born In The USA”, de Bruce Springsteen. Debieron pasar dos semanas para que “Do They Know It's Christmas?” comenzara a recibir difusión masiva, tras debutar en la posición 65 del ranking de Billboard.
De la canción no me atrajo el hecho de que fuera una coartada de ayuda humanitaria —la estética raras veces les da paso preferencial a los actos caritativos, ni el ritmo transa con la limosna—, de que todo lo recaudado iba a ser dedicado a paliar la hambruna en Etiopía, sino el pegadizo sonido de la contagiosa melodía, acompañada de una conflagración de voces reconocibles, que fueron haciendo su aparición a medida que el ritmo marcaba la pauta en el tocadiscos. Desconozco cuántas vidas africanas salvó, pero por varias semanas, una tras otra, la canción salvó del tedio a quienes prendían la radio buscando en la música una excusa para sentirse por un rato menos incompletos, creyendo, en la medida de lo posible, que por unos minutos el arte era más poderoso que el dinero. Hay felicidades cotidianas que duran los tres minutos y pico de una canción pop bien escrita, producida, musicalizada y cantada. En ese aspecto, el esmero puesto a la hora de grabar “Do They Know It's Christmas?” es encomiable, aunque la grabación haya sido hecha a las apuradas para que el disco saliese a la venta en el mes en el que la gente más plata gasta, y para que las ganancias provinieran en parte del corazón solidario de los compradores. Convertida en clásico navideño, la canción recaudó hasta la fecha cerca de US$ 200 millones, dinero administrado por Band Aid Charitable Trust, fondo internacional creado para combatir la pobreza en África.
Quienes amamos las postales que los recuerdos nos envían desde el pasado, celebramos con nostalgia turbo los 40 años del debut de la canción en beneficio de…, cuatro décadas que lucen menos dañadas que las de la señora del tema de Arjona. “Do They Know It's Christmas?” sigue siendo sentimentalmente esperanzadora, y pasó a ser por derecho propio parte del inventario de rarezas exclusivas asociadas a la Navidad. Algunos, sin embargo, creen que “perpetúa estereotipos dañinos” sobre África (opinión reciente de Ed Sheeran). Hay ingleses que tienen un cargo de conciencia grande por haber ejercido su país un sangriento imperialismo a lo largo de los tiempos, y esa conciencia en ejercicio de la corrección política suele llevarlos a exageraciones más cercanas a la hipocresía que a la moral en el pleno sentido del término. De cualquier actividad que el hombre emprenda puede decirse de todo, incluso cuando ese ‘todo’ resulta negativo y trata de imponer una visión reduccionista de acontecimientos empíricos, los cuales exigen ser juzgados desde ópticas y perspectivas varias, no solo la política. Claro está, los burgueses que se forraron los bolsillos de euros con la complicidad de un sistema hiper capitalista tienen derecho a réplica y a levantar, por qué no, su copa de champagne socialista en defensa de los más necesitados, aunque difícilmente vayan a atreverse a hacer trabajo de campo para ayudarlos con más actos reales y menos palabras ideales.
Los tiempos cambiaron, aunque no necesariamente han mejorado. En 1984 Etiopía tenía una población de 39 millones de personas. Hoy llega a los 132 millones, y en dramático aumento. Pobre y superpoblada como siempre, pero más. África sigue siendo el pozo donde las buenas intenciones van a enterrar a la esperanza y las ilusiones de transformación social quedan en temible penumbra, como la mayoría de las ciudades de ese continente apenas llega la noche y los lobos de la desesperación aparecen. Dice la letra: “¿Saben que es Navidad? […] Y no habrá nieve en África estas Navidades”. Los africanos saben bien en qué época del año estamos (no son tan bobos como para desconocer quién nació el 25 de diciembre) y hay partes en ese continente en las que hay costosos lugares donde cae nieve, a los que turistas europeos van de vacaciones. Como Lesoto, país en el que nieva un promedio de ocho veces al año, casi todas ellas en diciembre; sin olvidar las nieves del Kilimanjaro, la montaña más alta de África situada en Tanzania, en la cual transcurre el cuento de Ernest Hemingway, “Las nieves del Kilimanjaro” (1936), referente de la película homónima de 1952, en la que Gregory Peck y Ava Gardner fuman como si en el humo africano hubiesen encontrado un atajo a la felicidad.
Aunque haya sido escrita con la desmesurada intención de cambiar en algo al mundo, la letra de “Do They Know It's Christmas?” no es nada del otro mundo. Reitera lugares comunes, como casi todas las canciones con similar onda filantrópica maniqueísta. Pero, a fuerza de cariño, sana e insistente demagogia, y melodía pegajosa a ritmo de marcha, es un himno acostumbrado a ser un clásico de diciembre, mes cuando la vida, feliz de estarlo, agradece en coro y recomienda no andar buscándole cinco patas al gato.
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