Escribió Albert Camus en La peste que, al principio de las plagas y después, cuando ya han terminado, “siempre hay un poco de retórica”. Y agrega un apunte tan amargo como verdadero: “Es en el momento mismo de la desgracia cuando uno se acostumbra a la verdad, es decir al silencio”.
La pandemia de coronavirus, que comenzó de manera oficial en marzo de 2020, se cobró alrededor de siete millones de vidas en todo el mundo. El desarrollo de la enfermedad tuvo todos los ingredientes descritos por Camus en su novela: la retórica del principio y la retórica del final, la verdad de la desgracia, la solidaridad tan aplaudida como anónima. Aunque la novela se desarrolla en Argelia en el siglo veinte, bien podría reflejar lo que ocurrió en Uruguay en el siglo veintiuno. Hechos tan próximos y sin embargo tan lejanos: muerte, pánico al contagio, abnegación, egoísmo, incertidumbre, fraternidad, más muerte.
He hablado con muchas personas a propósito de aquellos tiempos, y casi todos coincidieron en señalar una especie de niebla mental que les impide precisar fechas y lugares, aunque sí tienen memorias muy vívidas de ciertos episodios, pese a que no están seguros de que hayan sido reales. A mí me pasa lo mismo: todavía me parece estar viendo una camioneta de la Guardia Republicana que circulaba muy despacio, con las luces de alarma encendidas, por una 18 de Julio desierta y oscura a las nueve de la noche.
No sé cuándo fue, ni tampoco puedo explicar por qué las luminarias de la avenida estaban apagadas. Deduzco que quizá no fue así, que el alumbrado debía estar encendido, quién sabe. Pero estoy seguro de que la camioneta era de la Republicana y circulaba despacio, primero hacia la Ciudad Vieja, al rato hacia el Obelisco. En dos o tres ocasiones logré escuchar parte de un mensaje que irradiaban por un parlante. Una voz rasposa decía: “Ciudadanos, manténganse en sus domicilios”.
Son escenas tan extrañas que parecen falsas o alteradas por mi mente. También recuerdo que alguien filmó con su teléfono a un ciervo que trotaba a plena luz del día por una calle de Jaureguiberry. Con Lucy nos habíamos refugiado en nuestra casa de balneario, a pocos kilómetros de allí. No teníamos televisión ni internet, así que en las noches escuchábamos las novedades de la pandemia gracias a una pequeña radio. Era invierno, no veíamos a nadie, hacía frío, y nosotros sentados y atentos a los informes de la radio. Era como estar en Londres en julio o agosto de 1940 y esperar siempre las peores noticias: las bajas, los bombardeos, el avance alemán, la angustia. Claro, del otro lado no hablaba Winston Churchill sino Álvaro Delgado.
Varios amigos se me murieron de Covid en el transcurso de la peste. Pese a que todos tenían familia, todos murieron sin compañía y sin compañía fueron sus sepelios. Con algunos de ellos, compañeros de trinchera en la guerra, mantuve vínculos de hermandad durante cuarenta años. Y de pronto, por un simple mensaje de wasap me enteraba de que uno ya no estaba, y luego otro, y otro: muerto por la mañana y enterrado por la tarde. Fin.
Fue un tiempo tan difícil que parece no haber sucedido. Pero ocurrió, con sus retóricas de antes y después, con nuestro egoísmo y nuestra solidaridad. También hubo, hay que decirlo, una esperanza absurda: la de renacer después de la pandemia en un mundo nuevo, menos sucio, no tan enloquecido y violento como el de antes. El aire se estaba limpiando, la flora y la fauna se entonaban ante poca actividad humana, la gente aplaudía a los médicos, aplaudía a los enfermeros, aplaudía a los cantantes de balcón, a los músicos de balcón, a los amantes de balcón. En medio de una tragedia monumental, como que algo empezaba a brillar.
Pero no. Fue apenas una estrella fugaz. De a poco la pandemia fue remitiendo, las actividades industriales volvieron con fuerza, y volvieron los viajes, los aviones, el turismo, las iniciativas para seguir sobreexplotando la tierra y el mar y los ríos y, por supuesto, para continuar reventando a las personas. La nueva normalidad le dio paso a la vieja normalidad y aquí estamos, señoras y señores, con nuestros cuerpos tapizados de vacunas y un buen stock de tapabocas en el armario, aunque sin haber aprendido casi nada sobre nuestra pobre condición humana. Otra vez Camus, otra vez La peste: “La estupidez insiste siempre”.
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