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Contenido creado por Paula Barquet
Obsesiones y otros cuentos
OPINIÓN | Obsesiones y otros cuentos

Apología de Lincoln Maiztegui o epitafio para un peleador callejero

Un periodista erudito y combativo que defendió todas las causas perdidas, incluso las que Dios abandonó.

Por Miguel Arregui
[email protected]

13.09.2024 12:51

Lectura: 7'

2024-09-13T12:51:00-03:00
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Repito ahora, nueve años más tarde, algunas líneas que escribí tras la muerte del periodista Lincoln Maiztegui, maestro y amigo, y agrego algunas anécdotas para no dejarlo morir así nomás.

Hace unos cuantos años un joven periodista madrileño me dijo: “Ese Maiztegui que trabaja contigo tiene mucho prestigio en España”. ¿Por qué? Por muchas cosas: porque escribía de ajedrez todos los días en El País de Madrid, porque se había tomado a golpes de puño con otro periodista en medio del silencio sepulcral del torneo de ajedrez de Linares, porque había ganado 80 mil dólares en el más prestigioso programa de preguntas y respuestas de la televisión española, y por muchas cosas como esas.

Lincoln me confirmó que todo era cierto. “No sé lo que hice con el dinero”, se disculpó, pues ni siquiera tenía una vivienda. “Es cierto que me compré un Mercedes Benz e hice un viaje por Grecia e Italia, y que por un tiempo hice vivir a mi madre como a una reina; pero ni siquiera terminé de pagar el Mercedes: lo dejé abandonado en Roma”.

Ese era Lincoln Maiztegui (1942-2015), personaje de leyenda: un erudito genial (y utilizo la palabra genio en forma restrictiva), un periodista formidable, un perfecto inútil en cuestiones prácticas, un hombre bueno y generoso y un amigo sin vueltas.

Lo conocí en 1992, cuando comenzó a trabajar en el semanario Búsqueda tras su largo exilio español.

Descubrí un ser más bien monstruoso, en el mejor sentido del término: tenía una cultura vastísima, parecía saberlo todo y lo manifestaba con absoluta humildad, y podía ponerlo en blanco sobre negro a una velocidad asombrosa con su pluma de alto vuelo, mientras fumaba un cigarrillo tras otro.

Entre sus virtudes destacaba el valor moral sin límites para el debate. Estaba siempre en busca de camorra intelectual, desde el fútbol a la política, pasando por la música o la poesía, pues esa era su vida y así se la jugaba, casi siempre con una sonrisa. Libró homéricas batallas en defensa del Club Nacional de Football y del Partido Nacional, al que regresó después de largos años de militancia en el Partido Socialista.

Un día, allá por 1994, cuando yo era jefe de redacción en Búsqueda, vino con cara de niño asustado —grandote, desprolijo— y me preguntó si podía conseguir un pasaje a Madrid. Le pregunté para qué y me explicó, con vergüenza, que debía ir a juicio por haberle pegado a otro periodista durante un torneo de ajedrez.

Imaginen un duelo a puñetazos entre dos de los principales cronistas de ajedrez de España por cuestiones técnicas que devinieron personales. Para colmo la televisión española había repetido una y otra vez aquella pelea dantesca que se había desatado en medio de la solemnidad que rodea a los grandes torneos de ajedrez.

Danilo Arbilla le cedió un pasaje de inmediato y los periodistas tomaron la despedida para la chacota. Las oficinas se llenaron de carteles del tipo de los que había en las calles entonces, en pleno conflicto por la extradición de los etarras. “¡No cambiar a Lincoln por patrulleros!”, decía uno.

Fue a juicio, el juez de Linares escuchó a las dos partes del pleito más divertido que le debe haber tocado en su vida, y finalmente condenó al otro a pagar los costos del proceso por considerarlo el iniciador del conflicto. El juez también condenó a Lincoln no por sus golpes, que estimó justificados, sino por haberle dicho “hijo de puta”, cuando la señora madre no tenía nada que ver. Le exigió el pago de una suma pequeña, que se encerrara uno o tres días, no recuerdo bien, en su hotel en Madrid, y que luego se considerara libre.

Lincoln tenía un sentido del honor muy serio y algo antiguo. Libró grandes combates periodísticos y peleas callejeras en nombre de causas perdidas. Él defendió lo que Dios abandonó. A Tabaré Vázquez, que lo admiraba, le pidió que aflojara la lucha contra el tabaco. Incluso ya viejo, con 70 años, terminó en un hospital tras agarrarse a trompadas con alguien mucho más joven que le faltó el respeto.

Lo entregaba todo y pedía poco a cambio, a lo sumo algo de atención y cariño. Entonces afloraba su sensibilidad sin límites y mitigaba su soledad básica e insondable.

Lincoln Maiztegui era una persona buena; en el buen sentido de la palabra, bueno, al decir de Antonio Machado.

Desde 1997 trabajamos codo a codo en el diario El Observador. Publicó notas asombrosas sobre gran variedad de temas. Buena parte de ellas se gestaron en un restaurante en las inmediaciones del Palacio Legislativo en el que almorzamos y discutimos por años. En una ocasión me contó que durante la dictadura fue por unos días a jugar un fantasmagórico torneo de ajedrez en Libia y regresó 17 años más tarde, por esos “vericuetos imprevisibles de esa enorme partida de ajedrez que es la existencia”. Lo narró en una larguísima crónica, una obra de arte que se publicó en 1998 en el suplemento “Fin de Semana”.

Todos los días enviaba por fax sus partidas de ajedrez a El País de España. Años de años. Tenía mucho prestigio y le pagaban un platal. Se había marchado de España diciendo que venía a Uruguay de vacaciones y que regresaría enseguida.

Un día se fue de paseo a Buenos Aires y dejó a alguien encargado de enviar las partidas. Por algún motivo esa persona no lo hizo. El País de España empezó a repetir partidas viejas para salvar la situación, mientras procuraban ubicar a Lincoln. Los lectores empezaron a protestar. En reunión de jefes uno admitió que desde hacía varios años Lincoln vivía en Montevideo. El director, no recuerdo quién era entonces, les recriminó: “¿No podéis conseguir un cronista que viva más lejos?”

Cierta vez, allá por 2003 o 2004, después de terminar su trabajo se puso a escribir como un poseso. Le pregunté qué era aquello. Me dijo: “Es un libro de historia para mis alumnos de preparatorios. Estoy podrido de esos libritos mediocres y aburridos, de autores múltiples, cinco autores, que llenan las páginas de recuadritos como para competir con la televisión y están escritos como el ojete”. Ese frenesí productivo, tan típico en él, fue el principio de Orientales, una serie de cinco tomos y miles de páginas de historia del Uruguay que ahora es clásica.

En sus días finales hizo un viaje por Europa en el que se despidió de sus amigos, de sus hermanos y de la vida. Estaba enfermo y cansado. Podría haber dicho, como Hemingway: De qué sirve vivir, si no se puede escribir, si no se puede hacer el amor.

Estas líneas por Maiztegui son también de nostalgia por una clase de personas eruditas y combativas que resultan desoladoramente escasas.

Si este es, según creo, un tiempo de pusilánimes y conformistas, en el que hemos abdicado de responsabilidades básicas, la escasez de tipos como Lincoln Maiztegui crea un agujero enorme, otro más, en un dique que parece derrumbarse ante el avance de la guaranguería y la cultura idiota.

Por Miguel Arregui
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