El miércoles 6 de enero del 2021 una caterva de desaforados irrumpió en el Capitolio con el fin de impedir que el Poder Legislativo de los Estados Unidos certificara la victoria de Joe Biden. Todos pudimos contemplar en los noticiosos televisivos de entonces lo que parecía una escena de cine catástrofe al mejor estilo hollywoodense; sin embargo, era la cruda realidad en su expresión más reaccionaria: la derecha radicalizada y la supremacía blanca estimulada por Donald Trump. Luego de ver la magnitud del desastre, el presidente saliente les pidió a los revoltosos que volvieran a sus casas tratándolos de “patriotas muy especiales”.
Fueron tan graves los mensajes de Trump antes, durante y después de ese conato, que Twitter le suspendió la cuenta. El motivo fue terminante: “Después de una revisión detallada de los tuits recientes de la cuenta @realDonaldTrump y el contexto que los rodea, hemos suspendido permanentemente la cuenta debido al riesgo de una mayor incitación a la violencia”, decía el mensaje de la compañía de Jack Dorsey. Así, de un plumazo, o mejor, de un “enter”, la aplicación del pajarito azul perdió un cliente con 88 millones de seguidores y al político número uno del país más poderoso del mundo.
Pero el hombre del jopo amarillo, como esos niños caprichosos que se lleva su pelota si los amigos no lo ponen en el partido, se fue indignado y acusó a Twitter de querer “promover una plataforma para la izquierda radical”.
A pocos meses del intento subversivo de sus fanáticos seguidores, creó su propia red social que llamó Truth Social. Como no podía ser de otra manera tuvo muchísimas idas y venidas, ya sea por la forma de financiar la empresa o por restringir el uso de códigos fuentes originariamente libres.
En abril de 2022, el controvertido multimillonario Elon Musk anunció que deseaba pasar de accionista mayoritario de Twitter a comprarlo todo. Terminó pagando 44 mil millones de dólares para conseguir su objetivo. Después de innumerables disputas y amenazas al mejor estilo del hombre del jopo amarillo, concretó el negocio en octubre de ese mismo año. Luego de despedir a la mitad de los ingenieros y funcionarios de Twitter liberó miles de cuentas sancionadas por sus contenidos racistas y violentos. Por más que cambió el nombre a la empresa y algunas reglas de juego, perdió el 30% de los usuarios más activos, según datos publicados por Washington Post; además, sufrió pérdidas de anunciantes y de ingresos. El valor de la empresa cayó un 71,5 %, según publica la web especializada TechCrunch, de los 44 mil millones que pagó al adquirirla, en enero de este año valía 12.500 millones de dólares.
Le Monde publicó un artículo firmado por 28 periodistas donde denunciaron que la gestión de Musk resulta “un peligro para la democracia”. Las noticias falsas aumentaron: “(…) cada vez más usuarios encuentran el entorno de X extremadamente tóxico, a tal punto de dejar de utilizar la plataforma y dirigirse a otras. La desinformación y los contenidos ilegales en general siguen propagándose”.
Pero Elon sigue impertérrito. Es de esos tipos que no puede vivir sin estar en varios conflictos al mismo tiempo. Como si fuera un pequeño Zeus moderno cree poder realizar todos sus antojos y que nadie se atreva a enfrentarlo porque recibirá su ira montada en noticias e imágenes falsas hechas mediante inteligencia artificial. Con total desparpajo, tanto él como su amigo Trump comparten registros trastocados de Kamala Harris vestida de rojo con la hoz y el martillo estampados en el gorro y les dan espacio a las milicias digitales para expresar sus odios, sus mentiras y una especie de neofascismo trasnochado. Nada lo detiene, ni las decisiones de la Suprema Corte de Justicia Brasileña ni las nueve denuncias que recibió por violar la protección de datos sobre más de 55 millones de usuarios europeos. Él es el ejemplo más claro de estar por encima de gobiernos y de repúblicas.
¿Cómo defendernos de estos tiranos modernos? Este es uno de los grandes desafíos actuales, porque al mismo tiempo que sus emprendimientos tecnológicos son un gran aporte, su conducta comercial y política resulta una amenaza real para las democracias auténticas.
Más que nunca se requiere mucho estudio, abundantes conocimientos e intensos debates.
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