Este largo año los uruguayos llevarán, entre la pasión y el estoicismo, elecciones primarias o internas de los partidos el 30 de junio, elecciones nacionales el 27 de octubre, probable balotaje o segunda vuelta el 24 de noviembre, y elecciones departamentales en mayo de 2025.

Hay cierto consenso en que el Frente Amplio podría recuperar el gobierno; pero la competencia no está cerrada ni mucho menos, como no están cerradas las internas en los partidos (¿Orsi le gana a Cosse? Tal vez).

Algunos pronostican una carrera reñida y polarizada.

La polarización es una palabra de moda. No está claro cuánto tiene de artificio en Uruguay, de mera actitud táctica, y cuánto de radicalización real por la exasperación y frustración de muchas personas.

En las elecciones nacionales de 2019 casi 40% de los uruguayos se fue a los extremos de la oferta política, en un escenario de fragmentación, con siete partidos en el Parlamento, y auge del discurso populista, de izquierda y derecha, cuando no simple demagogia.

Algunos viven de agitar o promover la “grieta”, del lío por el lío mismo. Pero debajo de la polvareda no necesariamente subyacen posiciones radicales, término que viene de raíz, de ir hasta el fondo.

El radicalismo suele expresar la brecha entre las expectativas, siempre crecientes, y una realidad sufrida y vulgar.

A veces es mera pose o copia de realidades imperantes en otras zonas del mundo. Hasta antiguos y fogueados sistemas democráticos, como los de Reino Unido o Estados Unidos, parecen fuera de quicio.

Se sabe que hay que girar a izquierda o derecha para ganar las elecciones internas de los partidos, con voto voluntario, pues las posiciones principistas complacen a los más militantes; pero luego es preciso moverse hacia el centro del espectro para ganar una elección nacional, con voto obligatorio. La opinión independiente, aunque minoritaria, es decisiva.

Un dirigente radical es típicamente un funcionario público conservador. Milita conflictos apocalípticos que se disipan apenas llegan las vacaciones de verano.

Es muy difícil ser radical en el mesocrático y muy moderado Uruguay, al menos en las últimas décadas. La mayoría son radicales prêt-à-porter: visten lo que se lleva ahora.

Hay cierta izquierda poseída por una santa impaciencia revolucionaria que considera que “la derecha incorporó al Frente Amplio” y se nucleó en la muy minoritaria Asamblea Popular (0,8% de los sufragios emitidos en 2019).

Más a la izquierda todavía existen algunos grupúsculos ultras que no tienen votos y que, en el mejor de los casos, rompen vidrieras.

Las posiciones de “derecha” gozan de menos prestigio en este país. Casi nadie las asume formalmente aunque es claro que hay posiciones de derecha en todo los partidos —incluidas ciertas propuestas reaccionarias en la izquierda y en los sindicatos.

Los populistas, de izquierda o derecha, dicen representar al pueblo de a pie, sin la intermediación de una “elite corrupta”. Se emocionan con Trump, Bolsonaro o Milei. Mientras tanto la extrema derecha (como la extrema izquierda) es antidemocrática y violenta, además de conspiranoica y nacionalista. Sus seguidores van desde los neonazis hasta los devotos de Putin.

Los revolucionarios de extrema izquierda, al modo de Fidel o el Che, antiguamente tan prestigiosos, han decaído mucho. Los gobiernos de Cuba, Nicaragua o Venezuela ya no movilizan a nadie.

La mayoría de los países de la Unión Europea tienen ahora un importante partido de extrema derecha, unidos por su rechazo a la inmigración africana y musulmana.

En Uruguay suele existir una alta relación entre la situación económica general y los resultados electorales. La economía funciona relativamente bien, dentro de la mediocridad habitual, así como el empleo y el salario; por lo que la seguridad pública, que castiga mucho más a los pobres que a los ricos, será un tema central de campaña. Ya fue asunto decisivo en 2019, cuando la centro-izquierda perdió el gobierno, más que el estancamiento de la economía.

El actual gobierno de coalición detuvo el crecimiento del delito y en ocasiones lo redujo. Probó que no necesariamente deben crecer. Pero no pudo con los homicidios y la violencia extrema que provienen del narcotráfico, pues sus causas siguen intactas y se agravan.

El principal enemigo del Frente Amplio en 2019, después de 15 años de gestión, fueron la arrogancia y el conformismo (y el abuso de las justificaciones ante los fracasos). Algo parecido puede decirse ahora de la coalición gobernante.