Hay procesos en los que el triunfo de una tendencia política de recambio parece inevitable. Ocurrió en 1958, cuando el Partido Nacional arrolló al Partido Colorado, que gobernaba desde 1865, tras el agotamiento y crisis económica del Batllismo (o “Neobatllismo”). Así también puede explicarse, al menos en parte, la mayoría absoluta que logró el Frente Amplio después de la grave crisis regional de 1999-2002; empujado además por la ola “progresista” en América Latina que inauguraron Hugo Chávez en Venezuela (1999), Luiz Inácio “Lula” Da Silva en Brasil (2003) y Néstor Kirchner en Argentina (2003).
Muchas veces Uruguay replica, con características propias, los procesos de los vecinos. El crecimiento de la economía uruguaya en el largo plazo es un promedio del crecimiento de los vecinos; aunque, hasta cierto punto, Uruguay comenzó a independizarse de los erráticos procesos argentinos a partir de 2001-2003, por los distintos modos de salida de la crisis, y se asoció más a Brasil.
En los últimos 25 años el producto bruto uruguayo creció a un promedio de 2,5% anual, Brasil a 2,3% y Argentina a 1,8%.
Entre fines de las décadas de 1940 y la primera mitad de la de 1950, Juan Domingo Perón, Getúlio Vargas y Luis Batlle Berres practicaron políticas similares: economía cerrada, nacionalizaciones, sustitución de importaciones, tipos de cambio múltiples, populismo social, alta inflación, gran extensión del sector público.
Pero Batlle Berres fue un inclaudicable liberal en lo político, a diferencia de los gobernantes vecinos, proclives al autoritarismo y a las reelecciones. Los gobiernos del Frente Amplio fueron marcadamente respetuosos de los equilibrios económicos y de las reglas del capitalismo al modo socialdemócrata, como Lula, por oposición al experimentalismo ruinoso de Chávez, Nicolás Maduro, Néstor y Cristina Kirchner, Alberto Fernández y, en menor media, Dilma Rousseff (quien ante todo padeció una gran depresión económica, déficit fiscal y endeudamiento que sirvieron de excusa para su destitución).
El candidato a la Presidencia importa tanto como los procesos. José Mujica por ejemplo fue claramente más popular que su sector, el MPP, una pequeña agrupación ultra creada en 1989 que predomina en el Frente Amplio desde las internas de 2002. A fuerza de carisma personal Mujica desplazó en 2009 a Danilo Astori, el elegido por Tabaré Vázquez como sucesor.
La popularidad personal no es endosable. La fuerza del “aparato” por sí mismo y de las ideas es muy relativa. Por eso fracasaron varios que, en nombre de Mujica, procuraron desde la Presidencia del Frente Amplio, como Ernesto Agazzi o Alejandro “Pacha” Sánchez, hasta la candidatura municipal en Montevideo, como su propia esposa, Lucía Topolansky.
El triunfo de Luis Lacalle Pou en 2019 fue ciertamente por mérito propio. Rompió la larga hegemonía del Frente Amplio en un país conservador, que suele abrazarse a procesos largos, como el predominio del Partido Colorado que duró casi un siglo, o el de la izquierda en la Intendencia de Montevideo desde 1990. Pero Lacalle Pou también fue ayudado por el cuasi estancamiento de la economía entre 2014 y 2019, durante la segunda Presidencia de Tabaré Vázquez, cuando el desempleo llegó a 10%.
¿Y cuál es ahora el candidato más atractivo para el “sentido común” de los uruguayos, si es que eso existe?
En apariencia esta elección nacional carece de candidatos realmente atractivos para ese “común denominador” de centro y pedestre, como sí lo fueron Julio Sanguinetti en 1984, Tabaré Vázquez desde 1994, o José Mujica en 2009.
Luis Lacalle Pou es claramente más popular que el blanco que pretende sucederlo en la Presidencia, Álvaro Delgado; y a los frenteamplistas no los une el amor sino el espanto. Se abrazan a Yamandú Orsi sin euforia y con sentido práctico por creer que es la menos mala de sus opciones para recuperar el gobierno.
Desde 1999 este país se divide en dos grandes bandos políticos, después de los tres tercios que arrojaron las elecciones de 1994. Pero también es conformista. En las calles y en los hogares no predomina la intolerancia, como ocurría hace más de cinco décadas, y como ahora ocurre en Argentina o España.
Como parece que la elección nacional del 27 de octubre se resolverá en una estrecha banda de votos moderados, a veces mojigatos y tacaños, es previsible que el gobierno no haga nada desmedido en estos dos meses; ni que los sindicatos y gremios estudiantiles, que son brazos de la izquierda, provoquen conflictos de consideración.
Se espera una primavera pacífica y unas estupendas vacaciones de verano.
Las encuestas siguen dando ganador al Frente Amplio, aunque no esté claro si obtendrá mayoría parlamentaria propia como en 2004, 2009 y 2014. La eventual búsqueda de mayorías en el próximo Parlamento: ese es otro motivo para ser moderado.
Todo parece cubierto por una niebla de desinterés, al menos en comparación con otras instancias electorales; un relativo conformismo en lo económico y una muy extendida insatisfacción o resignación ante el delito, que ha degradado la calidad de vida en las últimas cuatro décadas.
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