De Joaquín Z. seguramente nunca oyeron hablar. A partir de hoy conocerán algo del personaje en cuestión, de cuyo apellido escribo solo la inicial, ya que no lo pude consultar respecto a si autorizaba o no a citarlo en esta columna con su nombre completo. A esta altura es imposible saber qué pensaría mi recordado amigo respecto a aparecer en este portal, pues falleció hace 12 años. Joaquín me presentó a Judy la bella, rubia con mucho kilometraje encima, varias veces arrestada por fumar marihuana, y que fue mi amor eterno en los seis meses y medio que duramos juntos. La recuerdo contándome historias geniales entre el humo de sus potentes porros. Aunque su nombre haga pensar eso, Joaquín no era latinoamericano, sino un chicano pobre y valiente nacido en Kansas, de padres mexicanos que trabajaban en el campo a sol y sombra, en la siembra y cosecha de trigo.
Decía el gran Jackson Pollock que nada más hermoso había en este mundo que los trigales de Kansas. Claro está, una cosa es verlos desde la cercanía con ojos de artista descansado, y otra deslomarse trabajando en las grandes extensiones de tierra donde crecen saludables. Con el trigo de Kansas se podrían hacer todos los panes y bizcochos del mundo. Joaquín no comía pan y del mundo conocía poco, aunque sí muy bien su país, Estados Unidos, también parte de México (tuvo la loca idea de cruzar el desierto de Sonora en bicicleta durante su juventud y casi muere calcinado por el sol que rajaba las piedras, mejor dicho, la arena) y Vietnam, a donde lo mandaron a pelear una guerra que no era la suya y de la cual no entendía nada, salvo que era fácil morir entre mosquitos, acribillado por el fuego enemigo. Las historias de sus años en la guerra asiática resultaban conmovedoras, por lo sangrientamente insólitas que eran, y que una y otra vez lo tenían como eterno superviviente. Podría llenar todo el espacio que hoy me corresponde contando las tres o cuatro historias que me contó y que recuerdo más o menos bien, aunque hay una en la cual quiero detenerme, porque la época del año así lo amerita.
En Vietnam, Joaquín se preparaba a pasar a mejor vida (la que había tenido y lo tenía aun vivo no había sido muy auspiciosa), listo para caer en la próxima batalla. Las noticias que venían del frente no eran nada buenas y el estado de ánimo de los soldados estaba por el piso. Una de las grandes mentiras de esta vida es hacer pasar a la finitud como prueba fácil para el hombre. Era la época navideña, y de la casetera de un soldado mexico-americano como él creyó oír salir palabras cantadas en diáfano español. Eran tiempos aquellos en lo que resultaba raro escuchar a alguien hablar ese idioma entre estadounidenses: los que podían hablarlo tenían miedo de hacerlo pues el racismo y la xenofobia eran rampantes; tiempos diferentes al del país actual, en el que cada vez más gente habla español en público y en privado. Ya nadie tiene miedo de decir hola y adiós en voz fuerte.
Con la Navidad a la vuelta de la esquina, en tierras extrañas en las que la muerte podía llegar en cualquier momento hablando vietnamita, Joaquín tuvo la leve sensación de haber oído unas palabras en español que no superaban las dos frases. La primera vez que las escuchó pensó que eran parte de una alucinación producto del calor y la humedad. Pensó mal. A los pocos días de esa vez, los acordes de la canción volvieron a sonar, y pudo escucharlos con mayor nitidez que la vez anterior. Pudo oír: “Feliz Navidad”. Y enseguida: “Próspero año y felicidad”. Como hispano que había crecido oyendo a su madre mexicana cantar en español en las tierras fértiles de Kansas, sintió una emoción abrumadora que casi lo mata. Cuando la muerte ronde, todos tarde o temprano pensaremos en nuestra madre, en las horas felices de la vida cuando esta cantaba sin sentirse obligada. Efectivamente, la canción provenía de la casetera de un soldado chicano de origen californiano, quien también había encontrado en la letra y la música un remanso para combatir la desazón y la sensación de abandono, pues por razones de seguridad Papá Noel no llegaba a esa zona del mundo en ese momento.
A Joaquín lo ponía como fiera bilingüe el hecho de que solo tres o cuatro compatriotas pudieran pronunciar bien su nombre. Estaba poniendo en peligro su vida por el país en el cual había nacido y lo máximo que conseguía era que lo llamaran “Juak”, como si fuera un ciudadano-onomatopeya. Cuando me contó la historia de cómo había oído la canción de Feliciano por primera vez, me quedé sin palabras, tal cual debe haberse quedado él al escucharla en la selva rodeado de sonidos bélicos surasiáticos que nunca había oído, heraldos acústicos de una muerte que entre la tupida maleza esperaba la oportunidad para actuar al menor descuido de los combatientes.
Hacía un mes que “Feliz Navidad” había salido a la venta, noviembre de 1970, y Joaquín jamás hubiera pensado que aprendería a cantarla a miles de kilómetros de donde oyó por primera vez una canción en español, cantada por su madre. ¿Cómo una canción de tres minutos exactos de duración podía originar tantas vivencias, traerle al presente el recuerdo de sus abuelos, de su madre, su padre, de su hermana a la que hacía tiempo no veía, a los cuales, creyó, nunca volvería a ver, pues mandarían de regreso su cuerpo cubierto con la bandera estadounidense en agradecimiento a los servicios prestados al país?
Desde que Joaquín me contó la historia, hace de esto 41 años, la canción escrita y cantada por José Feliciano, blindada contra la corrosión del tiempo, fenomenal en su exhibicionista certeza, dejó de ser la misma. Cada vez que la oigo pienso en la historia de vida con la cual la asocio, pienso en supervivientes, en celebraciones por la muerte que postergó su llegada, en quienes están y en quienes no, preservado su recuerdo como si el tiempo fuera todavía suyo. Pienso en la Navidad como época del año ideal para pensar, cantar, volver a cantar, y no dejar de creer que es aún posible salir adelante.
En Corea del Sur, la canción se puso otra vez de moda. Corrijo, nunca dejó de estarlo. Baek Jae Gil, conocido artísticamente como Baekja, tradujo al coreano el himno universal de esta época del año y le agregó unos versos. Es ahora un ‘villancico político’. Hasta a mí me dan ganas de participar en los coros callejeros. Puedo cantar al menos el estribillo: “Feliz Navidad”. Suena extraordinariamente bien, tal como debe haber sonado en la selva vietnamita 54 años atrás, cuando nadie quería traducir al inglés el ruido de bombas y balas vietnamitas venidas de todos los flancos.
¿Qué hubiera sido de Joaquín en aquella selvática Navidad, sin la voz del puertorriqueño cantando ‘prospero año’ sin acentuar la primera o? ¿Qué sería de Netflix sin los surcoreanos de El juego del calamar (la segunda temporada, la más esperada en la historia del streaming, se estrena el 26 de este mes)? ¿Qué sería de la Navidad 2024 de los surcoreanos sin la canción de Feliciano, la cual se oye también en el primer capítulo de La Palma, la serie de mayor popularidad de la plataforma hoy en día? La adaptación al coreano de “Feliz Navidad”, tan alegre y entusiasta como la original en español, repite el verso, “El juicio político es la respuesta”, pidiendo la destitución del presidente Yoon Suk Yeol.
La historia de la música navideña comenzó en el año 300 d. C. Creo que ninguna, entre los miles que se deben haber escrito desde entonces, ha sido cantada mayor cantidad de veces que la del compositor caribeño cuyo apellido comienza con F, como fe. En la selva, en la nieve, en la playa, en la montaña, en una Corea del Sur que a coro con fe defiende la democracia, entre seres humanos rodeados de mosquitos, entre orientales y occidentales, feliz Navidad. Eso justamente es lo que hoy les deseo: feliz Navidad, ‘prospero’ año y felicidad.
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