Uruguay se encuentra hoy embarcado en un proceso de transformación educativa (así lo ha llamado el Gobierno, su impulsor). Los cambios en educación se vienen reclamando desde hace varias décadas, pero han sido muy costosos (y no solo en dinero) de implementar y hasta ahora parecían ser casi “la tumba de los cracks”.
Las grandes y pequeñas reformas que se han intentado hacer desde fines del siglo pasado han costado muchas cabezas, reputaciones y conflictos internos dentro de los partidos, desde Germán Rama en adelante. Mujica afirmó que no pudo hacer la reforma que hubiese querido “porque no se la llevaron”; y Vázquez, que pensaba allanar el camino nombrando a un equipo técnico dispuesto a llevarla adelante, tuvo que desarmarlo y se quedó sin reforma.
Por otro lado, desde hace mucho hay un diagnóstico compartido de que la educación en Uruguay requiere de cambios profundos en muchas áreas: su organización y organigrama, su presupuesto y la distribución de los recursos, la formación docente y los contenidos que se imparten en todos los niveles. Si se comparan los cambios que se han logrado concretar en Uruguay en los últimos 50 años (la “reforma de Rama”, el Plan Ceibal) y los que se están realizando en otros países, parece haber una brecha grande en velocidad, contenidos y logros.
A nivel de autoridades y expertos no hay consenso sobre los cambios —y las formas de implementar esos cambios— que requiere el sistema educativo uruguayo para responder a los desafíos del ya entrado siglo XXI. ¿Y qué opina la población en general? Porque uno de los problemas es que la educación nunca encabeza la lista de prioridades de los votantes, dominada en las últimas décadas por preocupaciones sobre la economía y la inseguridad. Al menos en parte por eso, los líderes políticos tienden a postergar cambios que saben que son imprescindibles pero que no les “cuestan votos”.
Sin embargo, la coalición y el presidente en particular se plantearon desde el inicio del gobierno como uno de sus grandes objetivos lo que denominaron la transformación educativa. El impulso inicial se vio frenado por la pandemia, y recién pasada esta crisis se empezaron a discutir los cambios a implementar. A un año y poco del inicio de esa transformación, desde la coalición se la resalta como una de las políticas más positivas de su gestión. De hecho, su principal implementador, el expresidente de la ANEP, es hoy precandidato y la utiliza como parte de su “tarjeta de presentación”.
Interesa, por tanto, entender cómo se perciben los cambios que se están realizando en el sistema educativo por parte de la población en su conjunto. La mitad de los adultos se considera muy o algo informado al respecto. Están más informadas las personas con más educación formal (casi dos tercios se consideran informadas) que las que accedieron solo a primaria o secundaria.
Las mujeres parecen estar un poco más informadas que los hombres, probablemente porque están más pendientes de lo que viven sus hijos en la escuela o el liceo, concurren más a las reuniones de padres, leen los comunicados que envían los centros educativos.
Si bien solo la mitad de la población se considera informada sobre el proceso de transformación educativa, casi todos opinan respecto a los cambios que se están implementando. Y los juicios están divididos: un poco más de un tercio está de acuerdo con el proceso tal como se está llevando adelante y otro tanto está en desacuerdo; el resto se divide entre quienes no están de acuerdo ni en desacuerdo o no opinan.
La educación formal también parece incidir en estas opiniones: a mayor educación, más críticas. Entre las personas con más educación formal, casi la mitad está en desacuerdo y poco más de un cuarto de acuerdo con la transformación educativa. Entre las personas con menos educación formal, la mitad está a favor y un quinto en contra. Las mujeres son más críticas que los hombres, y los más jóvenes son los más críticos de todos los grupos de edad. Es probable que los más jóvenes, que son los que tienen más fresco su pasaje por el sistema, tengan recuerdos más positivos de su experiencia y no deseen cambios. Pero también son los que están menos informados sobre la transformación educativa que se está implementando.
En la capital la mayoría está en contra de los cambios en la educación, mientras que en el interior las opiniones están divididas, como lo están en el conjunto del país. Pero probablemente estos juicios reflejan más bien posicionamientos políticos: la mayoría absoluta de quienes votan a la coalición está de acuerdo con la transformación educativa y la mayoría absoluta de quienes votan al Frente está en contra (los montevideanos son más frentistas que los habitantes del interior, donde pesa más el voto a los partidos de la coalición).
Como en tantos otros temas importantes en Uruguay, la evaluación positiva o negativa de lo que hace un gobierno está muy marcada por las preferencias políticas. En la mayoría de los casos (no todos), si los cambios, las reformas o transformaciones las impulsa mi bando, estoy de acuerdo; si las impulsa el otro, no. La fortaleza de nuestro sistema político, con partidos que tienen peso en la vida de la gente, tiene como contracara la dificultad cada vez mayor de que la gente evalúe las políticas públicas y las propuestas de políticas más allá de quién las presente, ya sea la oposición o el gobierno. Como está pasando también en otros países, los lentes con los que se miran y evalúan las políticas están cada vez más teñidos del color de un partido. Pocos logran una mirada objetiva que encuentre méritos en lo que proponen “los otros”, ya sea lo que hace el gobierno o lo que propone la oposición.
Por eso, sería fundamental que los temas realmente importantes fueran tratados por los líderes políticos como “temas de Estado”, mostrando a la población que hay cosas que están por encima de lo partidario y deben ser acordadas por la mayoría de todos los sectores, para que finalmente se implementen soluciones a largo plazo. La educación, y los cambios que esta necesita, es uno de esos temas en los que sin acuerdos entre todos los partidos no se podrá avanzar a la velocidad y profundad que requiere.
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