En ocasiones la vida ciudadana de hoy se asemeja a la viejas historias de luchadores de otras épocas. Unas veces se parece a las peripecias de los gladiadores, otras a las maquinaciones de los villanos más despreciables. Todos, los buenos y los malos, convivían en la fantasía de los antiguos relatos, igual que las personas de carne y hueso compartimos el trajín cotidiano.
Esta historia de luchadores no es inventada, y me pregunto qué hace en Montevideo. Es una historia real, antigua y a la vez actualísima. Se trata de un combate entre dos atletas que duró todo un día, hasta que el sol se puso y la pelea terminó de la peor manera, con la muerte de uno de los púgiles y el repudio del público al otro, quien había resultado victorioso. Dicho en pocas palabras: el que ganó perdió, y el que perdió ganó. Ocurrió hace 2.400 años en un rincón de la Grecia antigua. Y perdura.
Aquel episodio, consignado por el historiador Pausanias, es representado por dos esculturas en mármol realizadas por el italiano Antonio Canova en el año 1800. Son dos luchadores, Creugante y Damoxenos, dispuestos a todo ante un público de miles de personas que habían asistido a los Juegos Nemeos de ese año (400 a.c.). El combate, pactado con las normas del pancracio según relata Pausanias, finalizó en el ocaso, cuando Damoxenos asestó un golpe prohibido a mano abierta en el costado de Creugante, perforó con sus dedos como puñales el tórax del oponente y le arrancó las vísceras. No debía hacerlo, pero lo hizo. Era un juego, un deporte, el público se divertía, el premio al ganador iba a ser una corona de apio, el perdedor regresaría a su pueblo magullado y vencido, y nada más. Nadie debía morir, pero eso fue lo que sucedió.
De las estatuas originales, propiedad de los Museos Vaticanos, hay decenas de reproducciones en mármol, emplazadas en lugares tan distantes entre sí como Abu Dabi, Copenhague, Sídney, Santiago de Chile, un estadio en México o una sala de conferencias en Concepción. También las hay en Montevideo, en un sitio extraño: el parque Batlle. Si uno ingresa por el lado de bulevar Artigas, en el cantero norte de la avenida Morquio verá una generosa cantidad de placas recordatorias, estatuas y monumentos, casi todos vinculados a la vida política y cultural del Uruguay.
Y hay, más o menos a la altura del patio del viejo hospital Italiano, un hombre de mármol, desnudo y apolíneo, plantado sobre una plataforma colocada en el césped. Resulta casi un espectro, una aparición. Un amigo me lo mostró una tarde mientras paseábamos. ¿Qué hace ese atleta entre los nombres de Alberto Candeau, Luis Morquio, Julio César Estrella? ¿Quién lo puso allí? El luchador está erguido, de puños cerrados y con un brazo en alto. Es Creugante (las grafías difieren: algunos lo llamaban Creugas), que parece mirar hacia la fuente de la avenida Ricaldoni y descubre su costado a la espera del golpe de Damoxenos, su rival. Unos cincuenta metros más abajo se halla la estatua del pérfido Damoxenos, de espaldas a la fuente. Observa al contrincante a la distancia, y ya tiene la mano derecha extendida, lista para asestar el golpe mortal. Ambos atletas lucen sus cuerpos desnudos, salvo por unas hojas de parra que les cubren los genitales.
La estatua de Damoxenos en Montevideo tiene una particularidad extraordinaria: es la única en el mundo que tiene amputados con pericia quirúrgica los dedos de su mano asesina, la derecha. Solo los dedos que perforaron el cuerpo de su rival. El resto del monumento, intacto. No me puse a averiguar cuándo ocurrió la mutilación, ni quién la hizo, ni si fue un accidente o una venganza. Pero veo allí una especie de justicia poética. Los dedos faltantes le dan a toda la obra un aire triste, como de inutilidad.
De cualquier forma, el rostro de Damoxenos y la tensión transmitida en el mármol generan temor. De tamaño natural y proporciones armónicas, la estatua del tipo asusta. Esos dedos mochos, pienso, esa mano incompleta, sería capaz de descabezarme sin esfuerzo alguno.
Él ya había sido castigado en vida por su bajeza deportiva: unos dicen que al repudio le siguió el ostracismo. La gente lo abucheaba, le arrojaba piedras, se burlaba. Una vergüenza tras otra. Y además los árbitros de aquellos juegos de Nemea proclamaron vencedor a Creugante el difunto, quien en la muerte se llevó la corona de apio y la gloria (que en la Grecia antigua lo era todo).
Camino con frecuencia por esa zona del parque, que tiene repartidas sus bellezas y sus miserias. Y con cierta inquietud una y otra vez me pregunto qué hacen allí esos luchadores griegos, qué le transmiten a esta Nemea del fin del mundo, qué tratan de decirnos con el mármol de sus cuerpos. ¿De qué peligros nos advierten?
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