Según dice de Mahatma Gandhi su biógrafo Louis Fischer, el líder pacifista era un hombre “de aspecto viril”, que “tenía la fortaleza de acero del cuerpo y de la voluntad propias de un hombre, pero era también de una dulce amabilidad y una suave ternura”. La cita viene a cuenta de la información que dieron a conocer las autoridades sobre violencia doméstica. Su prevalencia en los delitos contra la persona es la contracara de la delincuencia y la violencia en general, y debería despertar en los varones una reflexión suplementaria.
Si alguien pensaba que la calle estaba peligrosa es porque no sabía hasta qué punto las casas pueden ser espacios violentos. En muchos hogares, la violencia forma parte de vida cotidiana y constituye el medio más común de resolver diferencias. Buena parte de la violencia callejera expresa la naturalidad con que miles de uruguayos de toda edad justifican la utilización de la violencia.
Desde la frialdad del homicida a los códigos de los “barrabravas”, pasando por pequeñas disputas entre vecinos que terminan en tragedia, la sociedad asiste escandalizada a hechos que creen ajenos a su estilo de vida. La realidad de los números muestra que la apelación a la ley del más fuerte cruza todas las fronteras sociales y todas las coartadas. Lo que denominamos rapiña, arrebato, copamiento, ajuste de cuentas u homicidio, son sólo las expresiones penales o periodísticas de la manifestación de un universo violento que se aprende, justifica o tolera en el seno familiar.
Por lo pronto, ahora sabemos que los delitos contra la persona se desarrollan, principalmente, en un escenario íntimo, reservado, que le permite al agresor un entorno de doble protección: puede actuar a cubierto de miradas indiscretas y solapar sus acciones en la intrincada trama de vínculos y afectos familiares.
Usted puede pensar que la calle está violenta pero si se trata de mujeres o niños, la casa puede ser un lugar mucho más peligroso, al menos de acuerdo a lo que revelan los números que manejan las autoridades.
Es probable que muchos agresores aseguren que la calle está peligrosa y crean que hay una frontera ontológica que separa la violencia que se ejerce contra su propiedad de la que viven sus familiares y que en el primer caso reclame un accionar institucional eficiente mientras busque evitar tal celo cuando se trata de sus víctimas. Es probable incluso que quienes no delinquimos ni golpeamos, seamos más severos de lo conveniente con nuestros hijos o utilicemos métodos de presión psicológica o emocional que bien podrían constituir actos de violencia.
Las cifras muestran que no estamos ante un fenómeno callejero protagonizado por “delincuentes” y que la línea que separa la “delincuencia” de la “violencia intrafamiliar” es muy delgada, si es que existe.
En todo caso, y al menos para los varones, resulta aleccionador saber que se puede ser, como Gandhi, “firme pero acariciador, inexorable pero flexible, valiente pero manso”.