Según trascendió, la FIFA actuó por presión de la federación coreana. Tenemos entonces una organización transnacional, que debería estar clausurada hace tiempo por corrupción contumacial, presumiendo honorabilidad ante un joven jugador, que solo pretendió saludar a su representante con un gesto inocuo. Es que los imbéciles no sólo se están adueñando de las redes sociales, lo que ya resulta un problema fastidioso, sino que amenazan con extender su inquisición sobre todo el debate público.
El fútbol es básicamente un negocio mediático y global. Eso explica el millonario flujo de dinero por televisación, transferencias, merchandising y auspiciantes. Para que el mensaje sea adaptable a audiencias que tienen culturas y sensibilidades diferentes, se lo debe homogeneizar y pasteurizar, de tal suerte que quede libre de cualquier arista potencialmente controversial.
Estamos ante la reedición del "lecho de Procusto", el mito griego del posadero de Eleusis que pretendía hacer encajar perfectamente a sus huéspedes en su cama, para lo cual solía cortarles o estirarles las piernas.
Los ejecutivos del fútbol global buscan modelar un mensaje que represente la sensibilidad de un televidente medio, ese ser caprichoso, estúpido y cruel, que todos nosotros, televidentes al fin, hemos experimentado en carne propia alguna vez.
Esta homogeneización de los mensajes elimina cualquier expresión individual o grupal hipotéticamente disruptiva, por lo que termina atentando contra la polisemia, esa facultad de los signos lingüísticos de ser interpretados de maneras diversas por diversas personas.
Si el debate y el discurso públicos van a quedar en mano de los clientes, pronto asistiremos a la peor de todas las tiranías, que es la de las mayorías, y sería el fin de cualquier sentido de la libertad.
Esta presunta mayoría es un grupo amorfo que se vuelve intolerante ante la incertidumbre y la mínima contrariedad, y que busca imponer sus gustos y majaderías al conjunto de la sociedad, gerenciado por una casta de ejecutivos, activistas, líderes de opinión y políticos, que lo utilizan para sus negocios.
Pero la tiranía de la mayoría amenaza incluso al Estado de Derecho. Nótese la diferencia entre la sanción a Suárez, quien hizo algo censurado por la ley y las costumbres de cualquier comunidad, y la presión por lo de Valverde, que no protagonizó ningún hecho que pueda sensatamente catalogarse como discriminador o racista, sino para un conjunto de majaderos o analfabetos lingüísticos. ¿Recuerdan el cartel de la cafetería de Pocitos? Pues es lo mismo.
En cualquier otro contexto, la exigencia de disculpas a quien no cometió ninguna falta o delito habría sido interpretado como un inaceptable acto de arbitrariedad. Pero estaba de por medio una patota de millones de imbéciles, una apetecible clientela que debatirá sobre racismo durante algunos días sin abandonar su sofá, su lata de cerveza y sus snacks, y que si todo sigue como va, terminarán gobernando al mundo.