Fui a ver la película sobre el asesinato de “El Toba” Gutierrez Ruiz. Confieso que cuesta mucho leer y presenciar nuevamente cosas de esa época. Y esta es particularmente dolorosa. Es la mirada de un hijo, desde sus vacíos y necesidades afectivas de reconstruir la vida y el asesinato de su padre al que se lo arrancaron cuando tenía seis años. Es una mirada tierna y terrible desde sus hijos, su esposa, sus amigos, sus correligionarios políticos y sus adversarios de otros partidos. Pero es sobre todo una mirada familiar al horror.
Tiene un enorme mérito, en más de una hora y media - que se pasa volando - reconstruye una época y logra crear el mismo clima de terror, de miedo, de impotencia, de bronca que teníamos entonces. Es terrible.
El otro gran mérito es darle al personaje una gran humanidad. Yo lo conocí poco, lo vi tres o cuatro veces en Buenos Aires, casi siempre en el bar confitería de la avenida Córdoba y Suipacha. Nos reuníamos nosotros dos y algunas veces con alguno de sus correligionarios blancos. La última vez que lo vi, fue pocos días antes de su asesinato, de casualidad en la avenida Callao. En la película me enteré que tenía una provisión en esa zona.
Hay muchos rasgos que podrían resaltarse de “El Toba”, pero el que a mi más me ayudaba, el que creo que todos íbamos a buscar en esas reuniones, era su optimismo desbordante y el manejo de todo tipo de informaciones “internas” y únicas. Uno salía de esas breves reuniones lleno de optimismo. Aunque no le creyera todo.
Además era una buena persona, abierta, jovial, entrañable. No lo es ahora que lo mataron y lo tenemos en la memoria, lo era de vivo, lo era con sus amigos – y la película lo pinta muy bien – y lo era con los demás, con los que no éramos correligionarios. Era un gran tipo. Y necesitamos darle contenido humano a nuestros mártires, a nuestros asesinados. No son símbolos, son padres, hijos, esposos, amigos, compañeros, adversarios queridos.
Era un caballero, de esos personajes que la política uruguaya, la buena, la generosa, la apasionada, paría en forma bastante normal y constante. Y la película tiene el mismo espíritu que “El Toba”. Le da un gran espacio a Zelmar Michelini, no sólo porque los mataron juntos y formaron parte del mismo operativo, sino porque eran amigos, compañeros de la vida y de la muerte, aunque militaran en partidos políticos distintos, y en el mismo gran partido de la democracia nacional. El retrato de Zelmar es también entrañable.
No es una visión idílica, o un documental del horror. Tiene matices, sutiles, suaves y a veces bruscos, sobre esa época del Uruguay y de la Argentina que nos parece tan lejana, pero que la película nos rebela cuan hondo la tenemos clavada en las entrañas.
Son fundamentales los testimonios de Matilde, de sus hijos y de alguien que falta – de su hijo mayor Marcos que luego del secuestro cuando tenía 13 años y durante muchos años cargó sobre sus hombros una pesada tarea de denuncia, de lucha por la memoria de las víctimas y en especial de su padre y de búsqueda de la justicia. No llegó a verla, murió hace pocos años.
Es también un tremendo acto de acusación. Lo peor, lo más horroroso son los detalles, esa suma de pequeños relatos de los hechos que dan toda la dimensión de la impunidad de las bestias, de la connivencia de ambas dictaduras, de la responsabilidad no sólo de los ejecutores materiales, sino de los responsables políticos e intelectuales de los crímenes tanto uruguayos como argentinos. Es en ese sentido una mirada descarnada, como si estuviéramos participando, escuchando un relato actual, sufriendo los minutos, las horas, los anuncios y cada una de las etapas del crimen.
A la dictadura muchos la conocen por los grandes trazos, por las miradas generales de la represión, pero no es fácil penetrar en las entrañas de sus episodios, de sus odios, de sus planes y de sus personajes. La película es un buen aporte a esa parte de la historia personal, cotidiana de la dictadura y sus peores miserias.
El Toba era un blanco, un nacionalista, un wilsonista y lo fue hasta el último minuto de su vida. Y la película respeta esa identidad fundamental. Y era un uruguayo, de esos personajes con los que la inmensa mayoría de los uruguayos no sentimos identificados, nos representan en sus virtudes, en sus defectos, en su sentido de la política y de la amistad.
El Toba – como no lo fue en vida – no es un ícono embellecido por su martirio, por los 32 años de su muerte, por el cariño de su familia y sus amigos, es un ser humano, con sus grandes proyectos y con sus tribulaciones, con sus planes y sus acciones contra la dictadura y su boliche “Los 33”, con sus relaciones políticas y su figura desgarbada, es su pasión política y su vocación por el periodismo y es una parte esencial de su vida, esa esposa, esos cinco hijos que lo acompañaron hasta aquella terrible noche del 18 de mayo de 1976, en el apartamento del piso cuarto de la calle Arroyo.
No es un documental con un propósito político explicito, pero esta lleno de hechos y por lo tanto reconstrucciones políticas. Por ejemplo de las relaciones con la guerrilla del MLN y del intento de los asesinos uruguayo-argentinos de atribuirle el crimen a un comando guerrillero. Falsedad que nadie asumió en serio.
En mi visión tiene un solo gran ausente. El mismo ausente que se repite desde hace muchos años. En el relato aparecen – como debía ser – el secuestro de la pareja de los integrantes del MLN Rosario Barredo y William Whitelaw y de sus dos pequeños hijos y el posterior asesinato de los dos jóvenes uruguayos y la desaparición de sus dos hijos. Lo que no menciona es que los mismos asesinos, en el mismo idéntico operativo, con las mismas modalidades y la misma noche secuestraron y luego desaparecieron al médico Manuel Liberoff, militante del Partido Comunista de Uruguay y convaleciente de una operación quirúrgica muy compleja. Manuel desapareció – todavía no han sido encontrado sus restos, pero no por ello debemos hacerlo desaparecer también nosotros, sus compatriotas.
No puedo hablar de “DF” Destino final, sólo como una película, incluso me cuesta recordar sus aspectos estrictamente fílmicos, porque es un documento demasiado clavado en nuestras vidas, en nuestros recuerdos y en nuestras pasiones. Me emocionó, me volvió al pasado, me hizo apreciar mucho más todo lo que hemos conquistado en democracia entre todos y me precipitó en esa sensación de fragilidad que debemos asumir todos los seres humanos. La desproporción entre nuestros afectos y los avatares de la vida.