Los revolucionarios son personas que creen que el Cielo existe y pretenden tomarlo por asalto. Como los asaltados se resisten a aceptar el despojo, los revolucionarios buscan convencerlos de que la realidad es un espejismo capitalista. Sólo así se explica que confundan el Cielo prometido con un infierno de miseria y represión. Un revolucionario debe ser, además de un fanático, un enemigo de la realidad. Finalmente, toda la lucha política será una cuestión emotiva y muscular: la revolución triunfará cuando las dosis de matonismo y cursilería expresen un sentido estratégico superior.
No es Venezuela. Ni siquiera es Maduro, ese payaso siniestro puesto a pilotear el Titanic en el minuto en que la nave iba a impactar contra el iceberg. El problema es que la revolución chavista, como toda que se precie, incubaba el virus de la destrucción.
Los revolucionarios son personas que desprecian la naturaleza plebeya y pedestre de la democracia. Han sido alcanzadas por la luz de la verdad, lo que les da esa familiaridad con el relato épico. Por eso se desconocen las normas de urbanidad y llevan siempre la convivencia social al límite de la camorra y la ruptura.
Negociar, contemplar las contradicciones de la sociedad y aceptar que toda aproximación a la verdad es parcial y provisoria, les da náuseas. Un revolucionario es, en el fondo, un señorito, y si mujer, será una que padece igualmente de "señoritismo", esa afectación de los modos y el espíritu que los coloca por encima de la gente común y de sus costumbres decadentes, de su existencia carente de toda gloria.
Hacer la revolución les genera una excitación casi mística. Es cierto que el acceso al paraíso tiene sus costos, pero ¿qué le hace a la humanidad una tiranía de más o de menos? ¿Cuántas personas han muerto en la cárcel o la calle a manos del enemigo burgués y la derecha fascista, como para que vengan ahora a ponerse quisquillosos?
La separación de poderes, la administración de los disensos y el respeto a las minorías, constituyen para el revolucionario unos obstáculos que se interponen en su camino. Por eso tiene un vínculo instrumental con la libertad, la democracia y los derechos humanos, a los que no valoran como un orden superior de principios. Evitan ser víctimas pero no trepidan en justificar cualquier crimen cuando se encuentran entre los victimarios.
¿Cómo explicar esta duplicidad? ¿Cómo disimular tanto cinismo? Para sortear la trampa de la ética burguesa, incluso del mínimo decoro, los revolucionarios niegan a sus adversarios cualquier legitimidad. Así, jamás habrá patriotas que piensan diferente sino sólo traidores a la patria, ni movilizados que no tengan por cometido sembrar inestabilidad y abrir el camino a una invasión extranjera. Por eso es que se los persigue y encarcela, o bien se les facilita el camino del exilio. A una revolución se la reconoce también por el intenso flujo migratorio de quienes, siguiendo sus oscuros intereses, deciden abandonar el paraíso en construcción. Al menos si logran llegar a la frontera antes de que vayan por ellos.
Es que los pueblos son ingratos. Alcanza con mirar los resultados de las últimas elecciones venezolanas, del intento de reelección indefinida de Evo Morales y aún de las recientes presidenciales ecuatorianas, en las que el heredero de la revolución tuvo a la mitad de los beneficiarios en contra. Por eso los Castro, enemigos declarados de la democracia y de la realidad, jamás se sometieron a elecciones libres.
En esa escala, Maduro es un contratiempo menor, de quien todos están a punto de prescindir. El problema de los revolucionarios es que tienen una lógica implacable y cruel, incluso con sus propios compañeros.
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