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Durante más de 2000 años los médicos utilizaron la sangría como método privilegiado en sus prácticas terapéuticas. Desde la antigua Grecia hasta casi el fin del siglo XVIII, se extraía sangre a los pacientes con cortes e incisiones, así como con sanguijuelas, con la creencia de que eso equilibraba los humores del cuerpo, curando enfermedades y aliviando síntomas.
Probablemente en algunos casos, como los de hipertensión, la sangría fuera beneficiosa. Sin embargo la ciencia moderna ha comprobado que en la mayoría abrumadora de los casos el efecto de la sangría es nocivo. En resumen, la humanidad intentó curarse por más de 2000 años con un método que produce más daño que beneficio, sin percibirlo.
Si durante 2000 años estuvimos tan engañados como para creer que nos curábamos cuando en realidad nos hacíamos daño, el problema de unas décadas creyendo que las encuestas aciertan con mucha precisión es una fruslería.
Lo que parece razonable asumir es que para que un fenómeno así suceda, es imprescindible que la sociedad en general y los especialistas en particular desvinculen en su análisis la relación causa - efecto: los pacientes no mueren porque la sangría es un método errado, sino porque no fue aplicado correctamente, o no fue lo suficientemente intensa o cualquier otra razón que no cuestione el rol curativo de la sangría.
En el caso de las encuestas parece también ser así. Si leen los ríos y ríos de tinta sobre las encuestas en USA, tienen un hilo conductor común con las de España, las del Brexit, las de Argentina, las de Uruguay y en general con todos los comentarios sobre encuestas: la metodología de la sangría (perdón!!! de la encuesta) es sacrosanta, el problema está en las empresas, en los que contestan, en los que no contestan, en las conspiraciones, o en cualquier otra cosa más o menos inteligente que el autor pueda argumentar, pero es muy extraño encontrar a alguien que diga con claridad que el problema es de fondo y está en que la metodología con que se hacen encuestas produce resultados con sesgo.
El punto crucial que sostiene esta afirmación es el momento de la ponderación: esa parte del proceso donde el gurú de la encuestadora cambia el resultado del trabajo de campo por otro que será el publicado. Lo hace según su mejor saber y entender, basado en la alquimia de los ponderadores. Es materialmente imposible que la ponderación con datos a la vista no sea influida por la subjetividad de quien pondera. Y lo que más influye esta subjetividad es el resultado de otras encuestas, algo que toneladas de datos confirman una y otra vez.
¿Cómo pudo el New York Times prever un 85% de probabilidad para Clinton en un meticuloso pronóstico estado por estado? ¿O el famoso FiveThirtyEight, autor de la teoría del efecto rebaño, un 71%? Porque se trata de agregados de cientos de encuestas, y como en la ponderación el sesgo es siempre en la misma dirección, en vez de compensarse se suma. La propia predicción de empresas tan prestigiosas refuerza el efecto y lo retroalimenta, creando una realidad virtual en la que Clinton gana por destrozo, con predicciones como la de Sam Wang de 99% de probabilidad para Clinton basado en la combinación de 191 encuestas.
A más de tres años de las elecciones, cuando las barbas de nuestro gran vecino del norte arden, es tiempo de poner las nuestras en remojo, y prevenir este problema, con una Ley de Encuestas Electorales que haga transparente el proceso de ponderación haciendo públicos los datos crudos del trabajo de campo. ¿Será posible que por una vez en la vida hagamos las cosas con tiempo?
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