“Es equivocado que en una conferencia de prensa no se acepten preguntas”. “La prensa tiene obligaciones ante el público, no ante las autoridades”. “Ir por la autorregulación, como en Uruguay, es lo correcto”. “No estoy a favor de regular contenidos. Si creo que debe haber regulaciones en algunos temas: sobre los hechos delictivos, la incitación al odio racial, la violencia, el genocidio, la pornografía infantil, la incitación al crimen organizado y al consumo de drogas”. “(El Estado) debe regular lo menos posible”.

Estas y otras declaraciones de Frank La Rue, relator especial de Naciones Unidas para la libertad de opinión y expresión, son el producto de reflexiones y debates que dan la vuelta al mundo desde hace al menos un par de décadas. Dichas todas juntas y en Montevideo, dejan en evidencia el estado desolador de los debates  que sobre el tema se procesan en Uruguay.

Los asuntos referidos a los límites de la acción del Estado sobre la libertad de las personas, involucran dos pulsiones antitéticas: una que expresa la búsqueda de la libertad en todas las cuestiones de los individuos que no afecten las de sus semejantes (entre ellas la de difundir ideas, escritos u obras artísticas de las más variadas especies) y otra que la sojuzga so pretexto de proteger el bien común.

Por cierto, quienes participan de este debate y quienes van a legislar en la materia no son, en términos generales, libertarios radicales ni autoritarios colectivistas. Sin embargo, los dichos de La Rue orientan la discusión hacia un marco teórico y ético.

Los uruguayos tenemos tendencia a creer que los debates comienzan cuando algún acontecimiento disruptivo nos despierta de la siesta.  Sin embargo, Occidente conoce reflexiones sobre estos tópicos al menos desde hace más de trescientos años. Leer al gran poeta y pensador inglés John Milton, deja la impresión de que sus ideas eran en el Siglo XVII inglés más modernas y liberales que las de muchos de nuestros contemporáneos.

Para Milton, “destruir un libro es como matar a un hombre” porque “quien mata a un hombre, mata a un ser de razón, pero quien destruye un libro, mata a la razón humana", elevándose así sobre el pensamiento de su época y enfrentando a las elites religiosas y políticas, que destruían los textos considerados pecaminosos o peligrosos para la salud moral de la gente. Más aún, Milton se animaba a sugerir que era preferible dejar que circulara una mentira a censurar una verdad, puesto que la una y la otra sólo podrían surgir de la consideración pública de ambas ideas.

Este principio es perfectamente aplicable a los debates contemporáneos sobre regulación de medios. La restricción y aún prohibición de temas intrínsecamente aberrantes como los referidos por La Rue, debe ser la excepción y no la regla y jamás puede constituir una forma velada de censurar la difusión de ideas, imágenes o datos de cualquier tipo.

El Estado no puede enajenar a los ciudadanos la facultad de formarse su propio juicio en presencia de versiones contradictorias sobre los hechos, las que bien pueden incluir relatos y datos falsos.