Por Gerardo Sotelo
Moro: ¿O senhor... sabe porque, diferentemente de todos os demais cooperados... que tiveram... que optar pela continuidade da compra, celebrando contratos com a OAS, ou pedir a devolução do dinheiro... o senhor e a senhora... não tiveram que fazer essa escolha?
Lula: -Eu tenho uma hipótese, a dona Marisa pode não ter recebido o convite para participar da assembleia.
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La reacción de la izquierda latinoamericana ante el encarcelamiento de Lula no debería ser considerada un tema político o jurídico sino psicológico; incluso religioso.
La aceptación de la debacle moral de un líder mítico requiere un proceso de duelo que para la psiquiatra suiza Elizabeth Kubler Ross, comienza con la negación, el aislamiento y la ira.
Para buena parte de los deudos, los testimonios y pruebas contenidos en el expediente de 238 páginas del juez Sergio Moro, son un mero detalle, cuando no la evidencia de la falta de evidencia. Los líderes míticos, estos hombres providenciales al gusto latinoamericano y de los cuales Lula es un emergente postrero, no pueden ser corruptos. Y si son corruptos, no pueden seguir siendo líderes míticos.
No es de extrañar que algunos académicos hayan sostenido públicamente que Lula no se corrompería por un trí-plex en Guarujá, como ética con tarifa, o que lo encarcelaron por sacar a treinta millones de brasileños de la pobreza. Si bien existen argumentos jurídicos atendibles, la defensa de este hombre-mito ha abundado en falacias de este calibre.
Una mirada más rigurosa llevaría a preguntarse cómo es posible que Lula aún estuviera libre después del Mensalão, una operación de sobornos que llevó a la cárcel a José Dirceu y José Genoino (secretario de la Presidencia y presidente del PT en su hora) o por qué no habría de caer con el LavaJato (una organización criminal montada para desviar y lavar dinero a través de la obra pública donde hay gente cercana a él), como Antonio Palocci (exministro y hombre fuerte del PT) y su examigo Leo Pinheiro, dueño de la empresa OAS (sí, la misma del tríplex en Guarujá).
El Mensalão y el LavaJato son, en una hipótesis muy generosa, la prueba de que Lula no solo no enfrentó la corrupción sino que la toleró y la alimentó con dinero de los brasileños, incluso de los más pobres.
Pero la construcción del mito requiere la omisión de algunos detalles inoportunos, cuando no la mentira lisa y llana. Lula presidió gobiernos moderados, de conciliación de intereses y clases sociales. Sus políticas no solo beneficiaron a los pobres; también le generaron a la burguesía nacional unos años de extraordinario esplendor.
Su popularidad y su parceria con poderosos empresarios lo convirtieron a él mismo en un hombre poderoso, por mucho que la hagiografía cursi insista en colocarlo como si aún fuera un obrero metalúrgico. Testimonio de su poder pueden dar los policías y fiscales de Curitiba, que emprendieron la investigación del LavaJato a pesar de (y no por orden de) sus superiores.
Nada de esto requiere más pruebas de las que se tiene, pero la ceguera del creyente y el cinismo de los beneficiarios son fuerzas más poderosas que el sentido común y un expediente de 238 fojas. Al menos en esta etapa de negación, aislamiento e ira, en el proceso de duelo por la muerte del mito.
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