Mi colega Florencio Luzardo aporta su visión sobre el tema y como siempre desde una visión un poco anarquista, donde la existencia misma del Estado es un sometimiento de los hombres al poder de otros hombres y últimamente esto se da incluso con mujeres de ambos lados del mostrador. Discrepo con Luzardo.


El Estado es la creación natural surgida del fondo de la historia desde que un excedente en la producción material de un determinado pueblo o civilización permitió utilizar esos recursos para ordenar la convivencia, para dotarse de leyes y normas, para defenderse y atacar en forma organizada y para asegurar la permanencia del poder, de los jefes, los reyes y emperadores, presidentes, secretarios generales y hasta los Papas. Y sobre todo para pagar esos aparatos especializados.


Los Estados se hicieron cada día más sofisticados, más complejos en toda su creciente pirámide de jerarquías y de funcionarios y de funciones. Hasta nuestros días. Sobre ese andamiaje circula una savia, una fuerza motora -la burocracia- pero además una concepción de la ley y de las obligaciones impuestas, aceptadas o no y obligadas a aceptar por parte del Estado y sus aparatos.

¿Cuáles son los límites de esas obligaciones y de los derechos es una de las claves para medir una sociedad?


Lo más complejo de este episodio judicial político, que para nada es un hecho neutro del funcionamiento de las instituciones como hemos tratado de demostrar analizando el contenido del documento de la fiscalía y sus enormes carencias, sobre las que seguiremos insistiendo, además de los aspectos humanos, que siempre hay que considerar, so pena de transformar a la política en una devoradora implacable, lo más grave es el mensaje que transmite a los gobernantes y a la burocracia: no hagas nada, flotá, hazte el mejor corcho, no arriesgues, no te juegues y no te propongas objetivos ambiciosos o terminarás ante el tribunal de tus adversarios, de cierta prensa y en definitiva ante el "abuso innominado de funciones", con el poder casi absoluto de otro funcionario del Estado, un fiscal, que pide tu procesamiento argumentando nada menos que porque eres poderoso y eso ahora es un pecado. Con esa teoría de procesar poderosos, vaya a saber dónde se puede terminar... Y me viene la leve sospecha de que se trata de poderosos de determinado signo, no todos los poderosos.


Si hubiera que elegir un error nuestro que los engloba a todos, es el pecado de creer que se pueden y se deben solucionar todos los problemas simultáneamente. Se puede terminar con 60 años de fracasos y pérdidas, recuperar la mayor cantidad de dinero posible, salvar la mayor cantidad de puestos de trabajo, recomponer las conexiones aéreas rápidamente y además evitar toda negociación directa, poner los principales activos de la empresa, sus aviones en las manos de una subasta donde los límites no los impone el mercado sino el Estado. Y además imponerles a todos las condiciones más beneficiosas para el Estado. La vida nos demostró que eso era y fue imposible, aunque estuviera animado de las mejores intenciones. Y todo eso con el terror de que nadie pensara o sospechara que había una pizca de corrupción.


Este es el otro mensaje que transmite este pedido de procesamiento a los políticos: concentren todo su fuego en judicializar la política, corran al amparo de los tribunales, hagan que los fiscales y los jueces ocupen el lugar que ustedes no son capaces de ocupar. Perviertan un poco más a la política.


Es una situación similar, la que se vivió en la crisis del 2002 con los bancos fundidos. Nadie puede acusar a nadie de que en el gobierno de la época se quedaron con un centavo y nadie lo hizo, pero vaya si se hicieron leyes y operaciones alegres y al borde de muchos precipicios. Y viendo la realidad actual e incluso las grandes pérdidas sufridas que estamos pagando, ahora, fue una salida. ¿Qué hubiera sucedido si todos hubiéramos decidido judicializar la política en ese momento?
La diferencia, que a ese gobierno no le hicieron, no le hicimos una campaña feroz en los medios y en el poder judicial. No era correcto pegarle a nadie en el suelo, y vaya si estábamos y estaba en el suelo, el país y el gobierno. Ahora es diferente hay que derribar a un gobierno y a sus ministros y funcionarios que tienen los mayores éxitos y resultados en los frentes principales de su acción y si para ello hay que criminalizar todo, avanti tutta. Incluso lo hacen algunos que por sus operaciones no fueron inculpados por la opinión pública por "abuso innominado de funciones" sino por otras cosillas...más bagualas.

El poder del Estado y, me refiero al Estado democrático, se basa en tres elementos principales: la ley en sus diversas formas, comenzando por el pacto original de una sociedad, su Constitución; las diversas instituciones y aparatos destinados a hacer cumplir esas leyes y a actualizarlas, crearlas o modificarlas; la conciencia colectiva de una convivencia en los marcos de esas leyes. Son tres cosas con múltiples expresiones y que se apoyan una con otra. Cuando una de ellas falla es el caos o la revolución.


Cuando alguno de los poderes del Estado atenta contra alguno de esos tres factores contribuye al desprestigio del conjunto.

Y cuando hablo de revolución, no le doy un sentido específico de izquierda, también hubo revoluciones de derecha y de extrema derecha.


La izquierda ha tenido una relación muy ambigua y muchas veces contradictoria con el Estado. La izquierda nació en la Asamblea Nacional francesa para dar la batalla más radical contra el estado monárquico, sus leyes, privilegios, atropellos y frenos al desarrollo de las formas de propiedad y producción nuevas y revolucionarias, las de la burguesía, expresadas en particular en la industria y el comercio mundial creciente.

Describir la complejidad de las relaciones entre la izquierda con el Estado no está entre mis posibilidades y hay autores mucho más sólidos y preparados, simplemente quiero decir que ha sido uno de los temas nodulares de nuestra identidad, de nuestras fracturas, de nuestras ideas, nuestras victorias y de nuestras derrotas.

Me refiero al tema del Estado desde el llano, desde la lucha por desalojar a las otras fuerzas político-sociales del poder y también cuando nos tocó la tarea y la responsabilidad de ocupar posiciones fundamentales en el Estado. Eso sucedió y sucede en el mundo y en el Uruguay. Y a lucha, corazón, ideas y razones estuvimos y estamos de ambos lados. En el poder y la oposición.

Desde el poder del Estado hay muchas preguntas que creo que la izquierda uruguaya tiene la obligación de formularse y tratar de responder con la mayor sinceridad. Nos va la vida, algo mucho más profundo incluso que los resultados electorales. La historia reciente de Europa es un ejemplo desolador.

¿Qué hicimos igual o muy parecido a nuestros adversarios estando en el poder? ¿Qué diríamos nosotros si nuestros adversarios hicieran lo que nosotros estamos haciendo ahora? ¿Qué papel juega en nuestras ideas y por lo tanto en nuestras acciones la conservación del poder por encima de cualquier otro valor y principio? ¿Los aciertos cometidos, los buenos resultados obtenidos en muchos y destacados aspectos, cómo fueron posibles a partir de nuestra visión y nuestro uso del Estado? ¿Los recursos humanos que utilizamos correspondieron a nuestra visión original de que el país debía apelar a lo mejor de sus capacidades o a lo mejor de "nuestras" capacidades o directamente a "nuestras" capacidades disponibles y de nuestras necesidades?

¿Acaso estos temas no tienen directa relación con un real proyecto de cambio profundo, estructural, de las bases de una sociedad de vanguardia, de excelencia, en la mejora substancial de los resultados?

¿Qué fue lo que aprendimos en estos años de manejar el poder, en las intendencias y sobre todo en el gobierno nacional? ¿Estamos igual a como empezamos solo con unos años más sobre el lomo?

Y una pregunta que me parece clave: ¿Cuánto nos cambió el poder a nosotros?

Comienza un nuevo año, diferente. Un año de elecciones, que se tiñe de propaganda, de mensajes diseñados para cautivar a los electores, de discursos medidos y exigidos por la justa electoral. Posiblemente no sea el mejor momento para reflexionar sobre esas preguntas. Para mi son imprescindibles.

¿Acaso en los últimos episodios que estamos viviendo y de los que estoy convencido que hay una fuerte ofensiva de la oposición a nivel político y de sus medios de comunicación para conquistar la restauración, no hay aspectos más generales que considerar?

¿La desconfianza que fue creciendo entre nosotros, entre la izquierda, la soberbia de creernos que estábamos tan asegurados y atados al poder que nos podíamos permitir juguetear con los más diversos temas, y que bastaba con criticar una determinada política económica y social de nuestro propio gobierno y hacerlo de la manera más feroz posible y que eso, ya era un gesto, un volantazo hacia la izquierda?

Y ahora las cifras que exhibimos como los logros de todos, en materia social y económica, laboral, salarial, impositiva y en muchos otros aspectos, se basan precisamente en esa política.

Del otro lado, ¿no fuimos demasiado quisquillosos y sensibles en materia de diferencias? ¿No habrá llegado la hora de dar señales claras, firmes, convincentes desde lo más arriba posible de que estamos todos juntos y prontos a la batalla?

En política como en muchas cosas de la vida no hay nada peor que ser miserable, mezquino, no aceptar el reto abierto y no reconocer las actitudes de los compañeros y hay que reconocer los gestos de José Mujica, como Presidente y como compañero. La gente se prueba en las duras, en las difíciles y allí estuvo asumiendo sus responsabilidades, y fue correcta la actitud de Lorenzo y Calloia, por razones institucionales, pero mucho más importancia porque la lealtad gratis es facilonga, el asunto es cuando cuesta mucho. Y este episodio es un buen ejemplo.

Ahora debemos juntarnos y dar claras señales en ese sentido, no sólo para ganar, sino lo más importante, juntos para gobernar, para cambiar, para imaginar y hacer posible un país de nuevos y renovados éxitos pero mucho mejor, con mejores resultados en sectores que se han transformado en la clave del cambio, primero entre todos la educación. Y para ello hay que ser autocríticos. Nadie nos salva.

La autocrítica no es un retroceso, es una gran fuerza política y moral. Si se hace con convicción y si es profunda y auténtica. Y nada tiene que ver con hacerla a "la carte" a la medida de la ofensiva de nuestros adversarios. Y la autocrítica sirve cuando surge de la profunda convicción de que necesitamos ser mejores, más precisos, más prolijos, mejores administradores, ir más hondo también en la gestión.

La autocrítica es uno de los soportes ideológicos y culturales de la izquierda, es la mejor ambiente para un debate ideológico profundo y constructivo.

Nuestros adversarios se afilan los dientes, adelantan la campaña electoral, apuntan todas sus baterías y se ponen cada día más feroces. Cuidado con replegarnos, pero mucho más cuidado con otras cosas.

Voy a robarle una frase a mi amigo Gerardo Caetano:"Cuando los partidos se sienten invencibles, comienzan a tener peligros". En el caso de los partidos de izquierda, comienzan a tener peligros de perder fuerza y elecciones y de dejar jirones de su propia identidad.

Un remedio infalible e inteligente es volver siempre a las raíces: asumir que el poder en definitiva está en manos de la gente.