Hay diversas formas de gestionar las cosas. Públicas o privadas. El punto de partida es si se tienen objetivos claros, bien planificados, con una mirada inteligente sobre el horizonte, sobre las dificultades, las oportunidades y el posible curso de los acontecimientos.
Sobre esa base se pueden planificar las acciones, los actos de gobierno o los objetivos de un emprendimiento privado. Nosotros nos vamos a referir a la gestión pública, a un componente fundamental de un gobierno.
Los programas de gobierno y sobre todo las plataformas electorales han sido sepultadas por toneladas de críticas, de sospechas, de acusaciones de que son creadas a la medida de las necesidades de una campaña. Ni es fatal, ni en todos los casos se comprueba esa descalificación.
Aún el gobierno menos prometedor en la campaña electoral, llegado el momento tiene que planificar. El propio presupuesto del Estado, la principal ley de una administración, es un plan. Son prioridades, líneas de acción, recursos materiales y humanos para que se alcancen esas metas. Todo eso con las limitaciones que impone el aparato del Estado, los datos económicos, sociales, culturales, en la salud y en otras muchas áreas de un país. Planificar no es sólo necesario, es obligatorio.
Los gobiernos que viven al golpe del balde, como la tortuga en el fondo del pozo, sufren de agudos dolores de cabeza y el país nada en aguas tormentosas. También existen los gobiernos “inflexibles” atados con doble nudo a un modelo que es más que su plan, tienen una religión. Y que además no tienen marcha atrás, son prisioneros del “modelo”. Los hemos conocido en el Uruguay y los tenemos en la región y sus consecuencias las sufrimos durante varios años. Recuerden uruguayos, recuerden.
Hay gobiernos que declaran bien, planifican bien, pero ejecutan mal, a veces en el conjunto de la gestión, a veces en ciertas áreas. Y sobre todo no tienen suficiente capacidad de previsión, es decir no incluyen entre sus capacidades una correcta dosis de esfuerzo por prever las dificultades, las trabas, los problemas.
Presentadas las diversas circunstancias, problemas, crisis, hay gobiernos que saben reaccionar, cambian adecuadamente de ritmo, enfocan correctamente el nuevo centro de atención y curan, resuelven, reaccionan adecuadamente ante los problemas, aunque no hayan prevenido adecuadamente. Problemas imprevistos existen y existirán en cualquier gobierno, y la necesidad de reaccionar es parte esencial del arte de gobernar.
En el último escalón están los gobiernos que se desesperan, explican, concentran toda su atención en justificarse y distribuyen culpas a diestra y siniestra. También los hemos conocido en el Uruguay. Confían que el tiempo cubra su gestión con el espeso musgo del olvido, para recuperar el habla.
Lo peor de estas situaciones es que en definitiva la desesperación se traslada a toda la sociedad, destruye energías, impulsos y se transforma en peligrosas depresiones sociales y culturales. Son las naciones resignadas y en repliegue.
Un gobierno de izquierda debería contar con un programa muy sólido, serio y profundo antes de asumir como la guía para su acción estratégica. Esa es una de las mejores tradiciones de la izquierda. Sin estrategia no hay izquierda.
Un buen gobierno en general y de izquierda en particular, debería dedicarle mucha atención a la prevención en todos los terrenos, es parte fundamental de una gestión: prevenir y elegir las prioridades donde concentrar los esfuerzos. Si por ejemplo en la conducción de la economía y al asumir el primer gobierno del FA, con tantos problemas graves y agudos, no hubiéramos previsto por dónde comenzar, cuáles eran las prioridades sociales y económicas, en ese orden, habríamos fracasado. Y si algo está claro es que no fracasamos.
Eso sucede con la seguridad. Es hoy el problema más complejo que debe afrontar nuestra sociedad, el conjunto del Estado, nuestro gobierno y que requiere de las mejores fortalezas: una planificación integral y estratégica, una prevención de las tendencias principales del delito y también de la base social y cultural del delito (sin simplificaciones ni falsas sensibilidades), una capacidad de afrontar crisis, de curar puntualmente y concretamente. Lo que no nos puede pasar es que nos desesperemos.
Lo que está en juego es mucho, porque la inseguridad es un síntoma de cosas mucho más profundas en una sociedad. De la profundidad de las fracturas culturales y sociales, de la salud estructural y operativa de sus instituciones, de su capacidad de reacción y de respuesta, de su propia autoestima.
La inseguridad pone a prueba – por su impacto en múltiples aspectos de la vida social – a toda la sociedad, naturalmente al gobierno, a las fuerzas de seguridad, al Poder Judicial, al sistema carcelario, a las instituciones más diversas, a la educación, a la academia, a las familias, a los valores sociales compartidos y también pone a prueba a la propia economía de un país. Los ejemplos son abrumadores en este sentido.
Hemos mejorado en relación a situaciones anteriores, pero todavía nos falta mucho para disponer de una planificación estratégica, que no le corresponde al Ministerio del Interior en sus aspectos integrales, sino al conjunto del gobierno y del estado.
Los ejemplos de triunfos y de grandes fracasos en la lucha contra el delito y la delincuencia existen en el mundo y en nuestra región. Tenemos que saber estudiarlos y aprovecharlos. La desesperación comienza a nivel personal, de los ciudadanos hartos y preocupados y se extiende como una mancha oleosa que nos empobrece como sociedad. A todos. La desesperación es la peor consejera.
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