Por Gerardo Sotelo
El caso de "la ruta del dinero K", fruto del saqueo de los dineros públicos perpetrado hasta la exasperación por el matrimonio Kirchner, está salpicando al Uruguay y desatando una reacción en cadena. Lenta y tortuosa, como todas las cosas complicadas que se procesan en el país, pero reacción al fin.
Las denuncias sobre el método de ingreso del dinero negro interpelan al sistema de control aduanero uruguayo, pero también arroja una sombra de duda sobre el blanqueo de capitales, si se tiene en cuenta que parte de ese botín ha sido invertido en el país en negocios legales y no solo en la estancia El Entrevero. Lo que está ocurriendo muestra más bien el entrevero de las autoridades nacionales cuando se enfrenta el discurso y la letra fría de la ley con la realidad.
A pesar de las evidencias de que los controles fronterizos del país están perforados por tierra, mar y aire, el ministro de Economía, Danilo Astori, dijo públicamente que "la imagen de Uruguay a nivel internacional es la mejor posible", y que el país dispone de "las instituciones necesarias para hacer las cosas que debe hacer".
Pero mientras el ministro decía eso, su director de Aduanas, Enrique Canon, reconocía que Puerto Camacho (localidad cercana a Carmelo por donde se presume que habría ingresado parte del "dinero K") es un lugar de alto riesgo "en donde pueden ingresar drogas, armas y hasta tráfico de personas". Ese mismo día, el presidente Vázquez le pedía al ministro Rossi una lista de empresas vinculadas a la corrupción argentina que tengan contrato con el Estado uruguayo, y como si esto fuera poco, se publicaban denuncias (ya adelantadas en Informativo Carve la semana pasada) referidas al ingreso de bolsos con dinero negro por el aeropuerto de Laguna del Sauce.
Quizás el ministro Astori intentó destacar que no hay autoridades uruguayas involucradas en estas maniobras o que el país ha hecho todos los deberes en materia de combate al lavado de activos. Si se trata de lo primero no sería para congratularnos (no corromperse es lo mínimo, no lo máximo que podemos esperar de las autoridades) pero sí para reafirmar nuestro liderazgo continental en materia de transparencia y ética pública.
El problema es que la realidad nos está señalando que eso no alcanza. Ya sea por falta de recursos para costear un sistema de control más riguroso o de determinación de quienes tienen a su cargo la tarea, la imagen de Uruguay está siendo afectada por los hechos denunciados.
Astori parece entrampado en un discurso que por un la-do lo coloca como el miembro más realista y prudente del gobierno, y por otro, le impide decirle a la gente lo que la gente está viendo. En la política, como en la vida, la negación de la realidad tiene sus costos, pero cuando la practican los gobernantes, tarde o temprano la pagamos todos.
No es que no lo supiéramos de antes sino que, en nuestra fatuidad provinciana, hacíamos de cuenta que no pasaba nada; o que pasando y después de todo, es más grave robar que mirar para el costado. Al menos mientras no se tipifique el delito de disimulo.