Se acaba el año, pero lo que no se acaba es el Censo de Población y Viviendas 2011, que ya será a partir de la semana que viene el Censo 2011-12 (igual que los campeonatos de fútbol desde que asumimos el calendario europeo).

Resulta evidente que hemos protagonizado un "papelón" de categoría mundial. Seguramente accederemos al Record Guinnes del censo más largo del mundo. Sorprendente y cómico, si no fuera tan patético y preocupante.

Damos por hecho que los responsables de este gravísimo fracaso habrán puesto a disposición sus cargos; si así no fuera sería muy difícil de entender. ¿Qué tendría que pasar, entonces, en la Administración Pública para que un jerarca público renuncie?.

Hace dieciséis años que no se hacía un censo de población; debió haberse hecho en 2006, pero se postergó para 2010 con el argumento de que así nos poníamos en sintonía con la tendencia mundial que consiste en hacerlo en los años terminados en 0. Sin embargo, llegado el 2010 el argumento se esfumó y se resolvió pasarlo para el 2011, todavía no sabemos bien por qué.

Promovido el Censo 2011 se informó que, de acuerdo a los estándares internacionales más modernos, no se realizaría en el formato de un solo día (como había ocurrido en los casos anteriores) sino que se llevaría a cabo en un mes. Pasó el mes y el otro, otro más y otro más, y nadie sabe cuándo habrá de culminar el eterno proceso de contarnos para saber cuántos somos.

La situación es particularmente paradójica si tenemos en cuenta que somos muy pocos, en un territorio pequeño, sin accidentes geográficos relevantes, sin lugares inaccesibles, con tasas de analfabetismo casi inexistentes, con minorías étnicas pequeñas e integradas a la sociedad. Es decir que, del mundo entero, Uruguay debe ser uno de los países en donde resultaría más fácil realizar con éxito esta tarea.

Pero, sin embargo, no fue así. Está claro que ha habido graves errores de diseño, de ineficacia en su instrumentación y de incapacidad para enfrentar los problemas que fueron surgiendo. Por lo tanto, no existen justificaciones, ni excusas que valgan. El "papelón" es inexcusable.

Sin embargo, conviene dar un paso más y reflexionar sobre algunos hechos sintomáticos y preocupantes sobre lo que nos está pasando como sociedad, que han quedado de manifiesto en todo este proceso.

Ya en 1996, último censo realizado, habíamos tenido algunos problemas de relevamiento. En aquel entonces el problema se centró en el explosivo crecimiento de los asentamientos irregulares y la ausencia de un registro actualizado de su disposición en el espacio. Hubo que completar el relevamiento en los días posteriores a la realización del Censo porque había quedado en evidencia que no se habían incorporado algunos de dichos asentamientos por no estar registrados en la cartografía previa.

Sin embargo, lo ocurrido en 2011 es mucho más serio y grave. Dejemos de lado los errores de organización y estrategia, los errores en el relevamiento, capacitación y calidad de los "censistas", dejemos de lado los errores en la política de remuneración de los trabajadores del Censo y dejemos de lado la ausencia de una estrategia de información adecuada y eficaz hacia la población para prepararla adecuadamente. Ya todos estos errores son más que suficientes para reclamar la responsabilidad de los encargados.

Pero, además de todas estas carencias, lo que el Censo sí nos dejó, es la sensación de que se ha agudizado una profunda crisis de confianza en el seno de nuestra sociedad. En los días previos al lanzamiento del Censo surgió el rumor, que rápidamente se multiplicó a través de las redes sociales, de que se exigía dar el nombre y apellido al censista y que eso tenía objetivos ocultos de registro de las personas y de recabar información, vaya a saber para qué objetivos inconfesables.

Se reivindicó el derecho al anonimato y se desató una especie de paranoia sobre el uso que el Estado podría dar a la información. De nada sirvió que se aclarara que existe el "secreto censal" y que la información recibida estaba amparada en ese secreto bajo sanción penal para aquel que no cumpliera con el secreto requerido. La gente siguió desconfiando y fue reticente a brindar la información o, peor aun, brindó información inconsistente o inexacta. Muchos ciudadanos de este país, lamentablemente, han perdido la confianza sobre el uso que el Estado hará de la información que obtiene.

Otros muchos ciudadanos de este país desconfían de sus vecinos y, por tanto, temen la presencia de extraños en sus casas; muchos temían que los censistas fueran ladrones encubiertos y bastó que ocurriera un caso de engaño en base al Censo para que los niveles de desconfianza aumentaran vertiginosamente.
La inseguridad ha incrementado de manera exponencial el miedo al prójimo y, hoy en día, en las ciudades y en las calles de nuestra sociedad crece el resentimiento y la distancia social entre muchos ciudadanos.

La división política existente ha alimentado, también, la desconfianza creciente. Cada vez parece más claro que existe un país dividido básicamente en dos mitades, cuyos militantes se miran recíprocamente con recelo.

La política invasiva desarrollada durante los últimos años desde diferentes aparatos del Estado con afán de fiscalización o recaudación, propició la desconfianza sobre el destino final de la información que se relevaba. La discusión sobre la función de inteligencia del Estado y el debate generado sobre el control de quienes manejan estas tareas tampoco han ayudado a generar un clima de confianza.

En definitiva, tenemos una sociedad que es irreconocible con respecto a su pasado más o menos reciente. El fracaso del Censo, más allá de los evidentes errores y carencias técnicas inexcusables, nos ha puesto ante la evidencia de lo mal que está nuestro tejido social y de las distancias crecientes que separan a los grupos y sectores sociales que la integran.

De poco sirven los notorios logros en la reducción de la pobreza y la desocupación, si no somos capaces de reconstruir la integración de nuestra sociedad, que está herida en su fuero íntimo, desgarrada y distante de lo que no hace muchos años nos enorgullecía.