El que en lugar de chinchín exija música, en lugar de placer alegría, en lugar de dinero alma, en vez de loca actividad verdadero trabajo, en vez de jugueteo pura pasión, para ése no es hogar este bonito mundo que padecemos Armanda (El Lobo Estepario)
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Solía pensar que esto de vivir es un asunto relativamente fácil y me reprochaba a mí mismo por la destreza, de la que yo hacía ostentación, para complicarme la existencia. Vivía pensando que la humanidad en general, el mundo todo, la gente que me cruzaba por la calle cada día, no podía estar equivocada. Lo saben hasta sin pensarlo, creía yo. Y todos ellos, seguramente tienen razón: hay que vivir. Hay que vivir, me repetía una y otra vez.
A poco de andar entendí que no era cierto. Entendí que no es verdad que la vida sea un asunto fácil. Entendí que el trayecto que nos espera a la salida del reflejo de Moro, podrá ser más o menos complicado, según nuestras habilidades naturales, nuestra capacidad de desfacer entuertos y según la manera como asumamos nuestro tránsito a través de este planeta. Es verdad que ese tránsito, podrá ser más o menos complicado, pero, además, siempre va a ser complejo.
Complejo y doloroso. Frecuentemente derivarán de nuestra interacción con el entorno dolores físicos, morales o espirituales. Algunos más llevaderos. Otros no tanto. De donde, comencé a tener una mirada más cuestionadora respecto de esa decisión tan animal (en el buen sentido del término) de imponerle la vida a otro ser humano.
El tercer peldaño, en esta escalera de reflexiones íntimas que les comparto, fue asumir que, al final del día, esta dificultad representa una fortuna. El tercer peldaño fue asumir que vivir no es fácil, afortunadamente. Por suerte la vida no es fácil, parecía ser la conclusión final (si es que hay conclusiones finales) a la que había arribado. En los momentos más místicos inclusive he fantaseado con que Dios no quiere que sea fácil.
Podría ser fácil y hasta predeciblemente "feliz" para los anhélidos, los tunicados o los miriápodos, cuya única motivación vital es la nutrirse y reproducirse. Pero lo genuinamente humano parece ser nuestra propensión casi natural para tratar de hacer de la vida un asunto complicado.
Quizás lo que tienen en común todas estas familias de la escala zoológica, es el instinto de conservación de la propia especie. Pero lo peculiar del homo sapiens, es que tiene conciencia de finitud. Que su racionalidad le permite trascenderla. Y que puede saber, que la preservación de la especie a la que pertenece, no está atada a su destino personal.
Esta evolución filogenética que nos hace propensos a rumiar pensamientos, a siempre darle una vuelta más a las cosas, para tratar de desenredar circunvoluciones cerebrales, desanudar vísceras, evitar espasmos afectivos o para licuar angustias, nos ayuda a la hora de resolver algunos asuntos más o menos difíciles, pero al mismo tiempo, nos hace tremendamente más frágiles. Hace que, no sea obvio lo esperable. O viceversa.
La fiebre de un sábado azul y un domingo sin tristezas
Dos uruguayos por día están resolviendo que ya no siguen. Que no pueden más. O que no vale la pena. Dos se rinden o se asocian a la muerte como irreversible cuerda de salvación. Dos asumen que es menos doloroso morir que soportar.
Pero por cada uno que decide marchar, hay mientras tanto, miles buceando en las oscuras aguas de la angustia. Algunos quizás por hoy, postergaron su decisión.
Cuando cualquiera de los nuestros, de manera aislada toma esta decisión, es legítimo postular la probabilidad de una afectación de la salud mental, que podrá ser tributaria de las medidas de rescate o de emergencia que históricamente se han ensayado, u otras más novedosas, y que por supuesto, nunca serán suficientes.
Pero cuando en una comunidad, cada 12 horas alguien decide partir, el problema no puede ser atribuido exclusivamente a la salud mental individual.
O bien los estamos expulsando. O bien, cuando están al borde del precipicio, les estamos dando el empujoncito definitivo.
Es seguro que nadie se pondrá el sayo.
Se ha puesto de moda reclamar a los demás que sean empáticos. No hay nada menos empático que ese reclamo. Quien reclama empatía al prójimo, obviamente no está siendo empático. Lo que está haciendo es, una vez más, criticarlo. Solo que usando terminología de moda y autoasignándose el papel del juez. El juez de la empatía. Yo desconfío de quienes reclaman empatía. He visto demasiados empáticos que no paran de lanzar dardos envenenados. A diestra y siniestra.
En vez de reclamarle empatía a su vecino, mejor ejérzala, inclusive con su vecino. Y déjese de andar alardeando.
En tu voz, solo un pálido adios
Yo sí creo que tantas despedidas lo que están haciendo es denunciar y poner en evidencia nuestras enormes falencias comunitarias. No de este gobierno, ni del anterior, ni del próximo. No de los organismos públicos o de las organizaciones de la sociedad civil involucradas. Cada uno de estos podrá tener su cuota parte de responsabilidad.
Me refiero a nuestras falencias como colectivo humano. ¿No será que hicimos de éste mundo, un lugar demasiado hostil? ¿No será que, con el pretexto de perseguir a los herejes, hemos inaugurado una nueva era de caza de brujas? ¿Cuánto tardaremos en avergonzarnos de lo culturalmente hegemónico entre las elites contemporáneas? ¿Por qué estamos tan convencidos de que los únicos argumentos sensatos que justifican el desprecio por la otredad, justo son los que coinciden con nuestro esquema de valores? ¿Por qué nos parece razonable deshumanizar al que mira desde otro lado?
Estamos viviendo en una sociedad plagada de dueños de la verdad. De sabedores intuitivos de los diagnósticos. De expertos en la consolidación de los propios callos mentales. Pero, además, de profesionales del bullying. De jueces de la conducta ajena, incapaces de sacar la cabeza recalentada de adentro del termo.
Estamos viviendo en una sociedad que en pleno Siglo XXI todavía clasifica y divide a sus miembros en dos bandos: los buenos y los malos, los egoístas y los solidarios, los humildes y los arrogantes, los inclusivos y los discriminadores.
Estamos viviendo en un mundo donde nos parece natural la irrupción de los haters, mercenarios de la era de las TICS. Remunerados -en el mejor de los casos- por dedicarse a destruir personas. Hay otros, no remunerados, que son vocacionales del odio. Y que se sienten importantes juntando algunos likes por cada posteo descalificatorio de otra persona, a la que pretenden herir y degradar de su condición de ser humano.
Grises peces ensimismados, proclamando en los siete mares la perpetua sentencia de que "de allí no se vuelve", a todo aquel que osó separarse o no supo integrarse al cardumen.
Están al servicio de los autoproclamados guardianes del último tratado de la corrección. Templarios custodios de la verdad única, que se retroalimentan entre convencidos y estimulan a las hordas en su afán de destrucción.
Es el discurso del odio incorporado a nuestra vida cotidiana. Las más de las veces, dedicado a acusar a los otros de tener un discurso de odio.
Un mundo donde bajo la eufemística denominación de "condena social" hace irrupción una versión, contemporánea y renovada, de los viejos linchamientos, ahora virtuales, pero siempre generadores de sufrimiento. Y el dolor no es un efecto colateral. Es el objetivo buscado. En el otro. En el que no es de mi tribu. En el que vota distinto. En el que se viste diferente. El que no comparte mi punto de vista.
Estamos viviendo en una sociedad en la que cada uno está convencido de que integra la tribu correcta, el bando único de los que aman y de los que son solidarios. Y por supuesto que esto se hace sin tener en cuenta que, del otro lado del espejo, están pensando lo mismo.
Y como consecuencia de lo cual, cada tribuna del estadio acrecienta su espíritu tribal e insolidario.
Cambiando lo amargo por miel y la gris ciudad por rosas
En esta sociedad repleta de impolutos dedos índices acusadores, vale todo con tal de descalificar al que piensa distinto y actúa en consecuencia. Ahí sí que nos olvidamos de la inclusión, de la diversidad y de la empatía. A lo mejor ese retorno a la tribu, que nos hace desandar el camino civilizatorio de encuentro con el diferente, no es un mecanismo de defensa. A lo mejor está en el origen de muchos de nuestros males.
En esta sociedad tan triste, gris aunque la maquillen, no debería asombrarnos que haya demasiadas personas arrinconadas y solitarias, soportando sus dolores en silencio.
En esta sociedad que expulsa gente y no para de regodearse en la exageración del autoelogio, que no para de pretenderse una sociedad muy avanzada, que no para de alardear de inclusiva y equitativa. En esta sociedad hay almas al borde de la asfixia, que deambulan ya sin lágrimas preparándose para asumir definitivamente que de allí no se vuelve, tal y como fueron sentenciadas por los custodios únicos de la manera correcta de entender la vida. Almas a punto de ponerle fin al dolor y al sentimiento de desesperanza. De ponerle fin a la sucesión monótona de despertares que acumula tiempo en la piel herida. Al vacío.
Quizás los que se han creído portadores monopólicos de las soluciones deberían abdicar de sus pretensiones. Quizás deberían asumir que pretenderse el depositario de la verdad final, es exactamente lo contrario de ser inclusivo para con el pensamiento ajeno. Quizás en vez de ser autocomplacientes, en lugar de tanto dedo acusador, en vez de tanto alarde injustificado, deberíamos revisar por qué nos hemos transformado en una comunidad inquisidora y suicidogénica, generadora de infelicidades múltiples.