En las calles de Montevideo, el debate entre el vandalismo y el arte callejero ha vuelto a encenderse con fuerza. Nos despertamos varias mañanas recientes con edificios con firmas de grafiteros. Pero no fue poco, fueron la mayoría de sus balcones. Acto seguido, surgió la indignación. ¿Dónde trazamos la línea entre la expresión artística legítima y el vandalismo? Esta pregunta, aunque aparentemente simple, desata una serie de reflexiones diversas sobre la cultura, la política y la identidad de nuestra ciudad.
Por un lado, como ciudadano preocupado por la preservación del espacio público y el respeto a la propiedad privada; por otro, como observador crítico de la gestión departamental, que parece incapaz de abordar eficazmente las preocupaciones de la ciudadanía. Y que las declaraciones recientes de la Intendenta (en uso de licencia por su campaña personal), abrieron una diferencia en cuanto a las bibliotecas sobre arte y el derecho a la propiedad privada.
Es innegable que el arte callejero tiene el potencial de transformar la monotonía urbana en una galería al aire libre, donde cada pared puede convertirse en lienzo para la expresión creativa. Sin embargo, la delgada línea entre el arte callejero y el vandalismo se desdibuja con demasiada frecuencia. Grafitis que comienzan como expresiones artísticas genuinas pueden terminar convirtiéndose en simples actos de vandalismo cuando se realizan sin el consentimiento del propietario del edificio o cuando se dañan continuamente los monumentos históricos.
El problema no radica tanto en la existencia del arte callejero en sí, sino en la falta de regulación y supervisión por parte de las autoridades locales. Luego de mi posteo, algunas respuestas que recibí cuestionaron si estaba colocando una vara al concepto de arte. Ese punto quiero descartarlo. El arte es una expresión fundamental de la sociedad. Lo entiendo como uno de los espacios con mayor libertad para el ser humano. Sin embargo, eso no puede ir en contra de otros derechos, como la propiedad privada y la propiedad colectiva de los espacios públicos no destinados a tales efectos.
Como residente de Montevideo, me preocupa no solo el deterioro estético de nuestra ciudad, sino también otras implicaciones de este debate para nuestra sociedad. ¿En qué ciudad queremos vivir? En lugar de abordar esta parte de nuestra cultura de manera proactiva, el gobierno de Montevideo parece contentarse con ignorarlo y focalizarse en realizar espectáculos al aire libre, dejando de lado la estética de nuestra ciudad.
La solución a este dilema no es simple ni fácil, pero pasa por un diálogo sincero y constructivo entre todas las partes involucradas: los artistas callejeros, los propietarios de edificios, las autoridades locales y la comunidad en su conjunto. Es necesario establecer políticas claras que reconozcan y promuevan el arte callejero como una forma legítima de expresión cultural, al tiempo que se protege el patrimonio urbano y se garantiza el respeto irrestricto a la propiedad privada.
En América Latina, ciudades como Bogotá, São Paulo, Valparaíso y Ciudad de México han enfrentado desafíos similares en torno al arte callejero y el vandalismo. Estos ejemplos muestran que el debate no es exclusivo de Montevideo, sino que es un tema relevante en toda la región, donde las ciudades buscan equilibrar la promoción del arte urbano con la preservación del orden público y el respeto a la propiedad privada.
En última instancia, el debate sobre el vandalismo versus el arte callejero en Montevideo es un reflejo de las diferentes miradas que enfrenta nuestra sociedad. Necesitamos mejorar nuestra estética urbana entendiendo que los artistas callejeros pueden ser un gran aporte. Responder que es un tema “complejo” y “poco entendido” no es la evasiva respuesta que debe dar la jerarca de la ciudad.
Y, además, la propiedad de los vecinos de los edificios no es “diferente”. Debemos superar la polarización en cuanto a la propiedad privada. Gracias a la historia de nuestro país, son pocas las personas que siguen cuestionando el derecho a poseer individualmente. Hay un momento en el que debemos dejar de debatir lo obvio, que es el cumplimiento de la ley, y pasar a encargarnos de nuestra calidad de vida.