La política tiene un propósito y ese propósito es —debe ser— el bien común. Así ya lo marcaba Aristóteles hace más de dos milenios para quien “el bien común es superior a los intereses individuales”.
Según Jacques Maritain el bien común es “la conveniente vida humana de la multitud”, afirmando que se trata de que cada uno pueda vivir plenamente al igual que lo haga la comunidad. Esto afirma tanto a la persona como a su comunidad, sin excluir ni privilegiar a ninguno, o sea que es el conjunto de condiciones sociales que permiten y favorecen el desarrollo integral de todos los miembros de la comunidad. En esa visión, el bien común no es simplemente la suma de los bienes individuales, sino una cualidad propia de la sociedad que incluye tanto bienes de orden material como espirituales.
No se trata de una posición colectivista, que le brinde supremacía a un “cuerpo social”, porque eso sería involucrarse en una posición totalitaria. Por el contrario, hay una posición personalista en Maritain. El bien común es algo concreto, donde se procura beneficiar al individuo, no sacrificar sus impulsos sino potenciar sus posibilidades. Las personas son las que contribuyen al bien común y viceversa; el bien común está para potenciar al individuo.
Otro destacado filósofo como Michael Sandel, acorde a su visión comunitarista, sostiene que el bien común consiste en una vida comunitaria “con una fuerte participación de los ciudadanos en la vida pública y donde se generan condiciones que permiten a las personas florecer en conjunto y a la sociedad lograr sus objetivos compartidos”.
Hay, por tanto, una ínsita conexión ética en el bien común y una vinculación con el interés general, aunque no sean conceptos intercambiables.
Cuando la política se pierde en el camino y deja de lado su ADN para buscar atajos, ya sean el individualismo o el particularismo, y también el colectivismo, comienzan los problemas de representación. Es lo que ha sucedido con el avance de la “política identitaria” que ha copado a la izquierda mundial.
El historiador Eric Hobsbawm vio la política identitaria como una respuesta a la desintegración de las grandes narrativas ideológicas y políticas del siglo XX, particularmente después del colapso del comunismo.
Por su parte, Francis Fukuyama, allá por 2019 escribió “Identidad” y allí demostraba la deriva a la que estaba sometida la izquierda y el abandono del “proyecto universalista” para dar lugar a posiciones “particulares”. En palabras de Fukuyama: “En las últimas décadas del siglo XX, las disminuidas ambiciones de una reforma socioeconómica a gran escala convergieron con la adopción de políticas de identidad y el multiculturalismo por parte de la izquierda. La izquierda seguía definiéndose por su pasión por la igualdad, pero esa agenda cambió desde su anterior énfasis en las condiciones de la clase trabajadora a las demandas, a menudo psicológicas, de un círculo cada vez más amplio de grupos marginados”.
Planteaba además que la izquierda se había configurado de forma tal que comenzó a ver a la clase trabajadora y a sus sindicatos como a una “casta privilegiada” que mostraban escasa solidaridad con la difícil situación de grupos como los inmigrantes o las minorías raciales que padecían una situación peor que la suya. “Las luchas por el reconocimiento se dirigieron hacia los grupos más recientes y sus derechos colectivos, en lugar de a la desigualdad económica de los individuos. En el proceso, la vieja clase obrera se quedó por el camino” decía.
La dialéctica marxista exige una dinámica de “opresor/oprimido” y se ha cambiado al obrero como el “oprimido”, sustituyéndolo por un cúmulo de identidades particulares. Esa visión aleja al proyecto de izquierda de la búsqueda de procesos integradores y de “bien común”. Fukuyama agregaba que la política identitaria puede llevar a un “tribalismo” moderno, donde “los lazos de identidad grupal se vuelven más importantes que los valores universales o el bien común”. Esto puede resultar en algunos riesgos como la polarización extrema, la fragmentación, reducción de la visión general de los problemas de la sociedad y, por tanto, aunque se proclame que se busca “ampliar la base de representación”, en los hechos es posible que ocurra exactamente lo contrario, y se reduzca la representación del interés social general y ese bien común que definimos como la base de la acción política.
La respuesta a este vaciamiento que ha ocurrido en la izquierda es el retorno al “centro político”.
El concepto de bien común está íntimamente ligado al centro político, ya que ambos buscan promover el interés general —respetando al individuo y sus potencialidades— y equilibrar los diversos intereses dentro de la sociedad. En el centro político, se buscan los puntos de encuentro y consenso entre los “distintos” (grupos y visiones políticas), evitando posturas radicales que puedan generar polarización y confrontación.
Por tanto, la perspectiva centrista es la que asegura “los puentes” que atraviesan “la grieta”, procurando garantizar que las políticas y decisiones públicas beneficien a la sociedad en su conjunto, y no solo a intereses particulares o sectoriales.
En el Uruguay de hoy vemos cómo la dinámica identitaria y la prédica corporativa se han apoderado definitivamente (al menos en el escenario actual) de la izquierda nacional y han dejado de existir los enclaves más pro-centristas como el seregnismo.
El ejemplo más palpable del alejamiento de la búsqueda del bien común es el plebiscito promovido por el PIT-CNT y cómo el Frente Amplio no ha sido capaz de plantar bandera contra un proyecto que, a todas luces (a las luces de todos los especialistas), es un monumental y peligroso desacierto económico, histórico, y por tanto que tendría graves consecuencias sociales.