Con esta columna me despido por algunas semanas de todos mis amigos lectores y también de los otros, que igualmente aprecio.
Nunca pasé una Nochebuena y una Navidad tan diferente, tan negadora de su propio nombre, tan disociada entre la imagen de un pobre pesebre donde nacía un niño y cuyo mensaje hace 2024 años que una parte de la humanidad reivindica de diversas maneras. Pero no hay dudas –o no debería haberlas– que todos sus mensajes en sus 33 años de vida, incluso en su sacrificio terrible, fueron de paz, de amor por sus semejantes, de concordia y fraternidad. Hasta con sus persecutores y asesinos. Su capacidad de perdón, de hermandad con sus semejantes fue mucho más allá que la normalidad de los seres humanos.
Hay quienes creen en ese milagro, en ese hombre, su vida y su sacrificio, y de los relatos que construyeron la fe religiosa en sus diversas variantes e iglesias.
Sus valores de igualdad entre los hombres y las mujeres, en la humildad de su origen y de su vida, y en la paz como su prédica universal son innegables. Cuando era católico practicante y luego, siempre, me fue simpático y admirable. En la realidad o en la imaginación. Lo que vino después es otra cosa.
En este año, en la misma tierra donde nació, en Palestina, en Belén, los hombres, las mujeres y los niños son asesinados sin piedad. Y previamente una organización que utiliza el terror como su principal arma, asesinó a otros miles y capturó a cientos de personas de una tierra cercana, en Israel.
El odio cada día más feroz lo domina todo, hasta el punto que discutimos sobre la cantidad de miles de víctimas y sabemos perfectamente que son miles de inocentes y que el genocidio continuará. Immanuel Kant escribió que “La guerra es nefanda, porque hace más hombres malos que los que mata”.
Esta guerra está haciendo hombres y mujeres malos en muchas partes del mundo, gente que defiende el asesinato masivo, que se aparta de los más elementales principios de humanidad y olvida los horrores de otras guerras porque es “su” guerra. Da lástima verlos, leerlos y escucharlos.
Nos impulsan a sumarnos a esas corrientes del horror donde hay que optar por una de las partes del homicidio planificado y ejecutado por las máquinas burocráticas del terrorismo o del Estado. Los uruguayos sabemos que el estado también puede ser terrorista y asesino.
Esta Nochebuena hubieron muy pocos fuegos artificiales en nuestro cielo, mientras a miles de kilómetros de distancia, en el origen de esta fiesta, las bombas, la artillería y todas las armas disponibles conmemoraron exactamente lo opuesto a la fiesta del pesebre, una madre, un padre carpintero y unos pobres animales. Esta navidad en esas tierras, además de las víctimas inocentes, fue una fiesta de bestias y fuegos destructivos.
Da una enorme tristeza observar la paradoja de nuestros hogares conmemorando en paz, reunidos en familia, con nuestras diferencias sociales, pero básicamente con nuestras tradiciones, compartiendo con los que están y recordando a los que deberían estar y nunca nos abandonan, y del otro lado de esta Tierra no hay pesebres, ni árboles de Navidad, ni familias comiendo y bebiendo, sino velando a sus muertos y temiendo por sus vidas y la de los suyos.
No es una maldición bíblica, ni del Corán, ni de la Torá. Es la obra, la destrucción, la perfidia de muchos hombres malos con poder, que matan y contagian su odio.
Lo lamento estimados lectores, pero no puedo ni quiero olvidarme de la realidad y construir un cómodo espacio para mí y los míos. Todos son nuestros.